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Maragall y el futuro

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En los próximos días se dilucidará el futuro de Maragall, pero paradójicamente hay serias dudas sobre dónde reside el centro de decisión que resolverá este asunto. En teoría, y si hubiera que creer los discursos oficiales, el PSC-PSOE respeta tanto a su presidente que acatará su decisión personal (en la ejecutiva celebrada el lunes para valorar los resultados del referéndum del domingo apenas se llegó a la conclusión de que el candidato a las próximas elecciones autonómicas de otoño debe ser designado cuanto antes). Y el PSOE federal, por su parte, es asimismo tan cuidadoso con la autonomía de su fracción catalana que Rodríguez Zapatero, su secretario general y que mañana se reunirá con Maragall en La Moncloa, jamás se atrevería a interferir en un asunto que no es de su incumbencia. Y sin embargo, bajo estas manifestaciones políticamente correctas y las abundantes sonrisas que las adornan se adivinan el hartazgo del aparato del PSC con un Maragall conflictivo y desconcertante y la sorda irritación de Rodríguez Zapatero ante un conmilitón imprevisible que, si contribuyó auparlo a la secretaría general en el 2000, a punto ha estado de derribarlo en 2005. Maragall es una de esas potentes fisiologías políticas de las que hablaba Ortega, que ha dejado una profundísima huella en la política catalana y que por ello mismo ha influido grandemente en la española. Brillante alcalde de Barcelona, promovió y consiguió los Juegos de 1992, que no sólo fueron un gran éxito sino que impulsaron una transformación decisiva de la ciudad -y de la propia Cataluña-, hacia su demorada modernización.

Más tarde, Maragall llevó a la victoria al PSC en las elecciones autonómicas de 1999 y del 2003 (victorias en votos aunque no en escaños, a causa del peculiar sistema electoral catalán), aunque sólo después de estas últimas alcanzó la presidencia de la Generalitat mediante el Pacto del Tinell que auspició la formación de un gobierno tripartito en el que, además del PSC, figuraban ERC e ICV. Pero el deber de Maragall también es copioso: el principal reproche que sus correligionarios y electores le pueden hacer es el de la exacerbación del catalanismo, que con frecuencia ha llevado al PSC a territorios incompatibles con su propia filiación socialista (de hecho, capas relevantes de socialistas catalanes han votado a su opción en las elecciones generales y municipales y han abandonado sistemáticamente al PSC en las autonómicas). Ha sido esta inclinación nacionalista de Maragall la que ha resultado más onerosa para el PSOE: tras la victoria del 14 de marzo del 2004, cuando ya estaba gobernando el tripartito en la Generalitat, Rodríguez Zapatero se vio forzado por coherencia con aquella coalición a elegir a Esquerra Republicana como socio parlamentario, lo que escoró la imagen del nuevo Gobierno. Después, el presidente del Ejecutivo español, que había prometido en 2003 su apoyo a la iniciativa estatutaria catalana, tuvo que idear una peligrosa estrategia para evitar verse arrastrado por el inefable estatuto que Maragall había contribuido a aprobar en el Parlament el 30 de septiembre del año pasado, una verdadera bomba política que Rodríguez Zapatero tuvo que desactivar con la razonable complicidad de Artur Mas. No es, en definitiva, exagerado decir que la responsabilidad del actual estatuto, muy controvertido y controvertible pese a haber sido acomodado en lo sustancial a los límites constitucionales, corresponde a Maragall, quien con toda evidencia pudo haber hecho las cosas mejor y con menos riesgos para el PSOE. Finalmente, la alta abstención registrada en el referéndum del pasado domingo constituye un bofetón de la ciudadanía en el rostro de Maragall por haber gestionado un proceso estatutario torpe e irrazonable. Todos estos argumentos no impiden que Maragall sea un activo valioso para su formación.