Editorial

Desinterés estatutario

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En el cuarto de siglo de desarrollo democrático, Cataluña había registrado una abstención relevante en todas las reclamaciones electorales relacionadas con el régimen autonómico, pero el referéndum de ayer sobre el nuevo Estatuto superó con creces las cotas de desinterés manifestadas anteriormente por los ciudadanos. Con una tasa de participación del 49,41%, tan sólo superior a la que mereció en el Principado el referéndum del 2005 sobre la fallida Constitución Europea (40,6%), la sociedad de Cataluña ha dado un resonante aldabonazo sobre la mesa del realismo político. Un toque de atención que también debiera ser tenido en cuenta por el Gobierno de Rodríguez Zapatero.

Con toda evidencia, lo sucedido obliga a realizar una profunda reflexión a la clase política. Con este dato negativo, la sociedad catalana ha castigado a sus dirigentes y ha manifestado lo obvio: de un lado, que la necesidad de un nuevo Estatuto era cuando menos dudosa y en modo alguno se ajustaba a las pautas de perentoriedad que las fuerzas políticas catalanas han querido darle, y, de otro lado, que el proceso de elaboración de la nueva norma ha acumulado errores políticos de importante calado. En cualquier caso, al tratarse formalmente de una reforma del Estatuto vigente, el resultado obtenido, con un 74% de síes frente a un 21% de noes, es perfectamente válido, por lo que, pese al descrédito de la norma que atrae tan débil participación, la ratificación se ha producido. Sin embargo el Partido Popular se sentiría legitimado para incluir la propuesta de nueva reforma del texto en su futuro programa electoral para las autonómicas al no superarse el aval del 53% del censo al nuevo Estatut. Uno de los efectos mas perniciosos de la mala gestión del proceso de reforma estatutaria que puede contagiar a otras comunidades ha sido la ruptura del consenso entre los dos grandes partidos nacionales PP y PSOE de forma que el modelo de estado como columna vertebral de la convivencia ha quedado sujeto a pactos puntuales con fuerzas nacionalistas cuyos intereses con frecuencia relegan a los generales de España a una posición secundaria.

Es notorio que los resultados de la consulta popular tampoco han cumplido los requisitos que se habían marcado como objetivo los promotores del Estatuto. La participación no ha superado la barrera psicológica del 50%, y ha quedado a sustancial distancia de la conseguida por el Estatuto de Sau en el referéndum de 1979 (el 59,69%). La diferencia es tan notoria que dos de cada tres votantes se han desentendido del nuevo texto institucional y autonómico debilitando considerablemente la fuerza del nuevo marco jurídico. En estas circunstancias, de poco vale que el «sí» haya conseguido un apoyo que no hubiera logrado si una parte de los electores de los dos partidos del «no» -ERC y PP- en las elecciones autonómicas de 2003, que representaron el 28,34% en conjunto, no se hubieran decantado también por el voto afirmativo.

Concluye así, con un clima de frustración, un proceso que arrancó durante la legislatura anterior a partir de una etapa de singular crispación política que dio lugar al escandaloso Pacto del Tinell y al experimento del «tripartito» que, como ciertas voces sensatas afirmaron desde el primer momento, no constituían la fórmula apropiada para conducir adecuadamente la reforma del marco institucional que pretendían todas las fuerzas políticas parlamentarias de Cataluña salvo el Partido Popular. El desarrollo del interminable proceso, que ha durado más de dos años, ha constituido una acumulación de errores, que culminó el 30 de septiembre con la aprobación por el Parlament de una propuesta estatutaria conscientemente inconstitucional, que pudo ser reconducida gracias al pacto Zapatero-Mas del 21 de enero y a la buena labor del Parlamento español. Ahora, la ciudadanía, sin entusiasmo alguno y por puro sentido de la responsabilidad, ha ratificado con llamativa desgana el texto del nuevo Estatuto. De un Estatuto que incrementa el autogobierno pero que resulta innecesariamente farragoso e intervencionista, y que incluso puede resultar lesivo para el interés general si quienes administren la Generalitat no actúan siempre con gran liberalidad y espíritu abierto.

La aprobación definitiva del Estatuto de Cataluña representaba la puesta en marcha de la reforma territorial en todo el Estado un proceso que arranca de un profundo disenso entre PP y PSOE en Cataluña, donde el PP no es un partido de gobierno, pero que debería desembocar en un acuerdo general entre ambas fuerzas para las restantes comunidades autónomas. Este acuerdo viene sin duda facilitado por el resultado del referéndum de ayer, ya que el escepticismo catalán relativiza como es evidente las certezas del Estatuto catalán y debe otorgar por tanto a todos los negociadores de los distintos estatutos nuevos y más amplios márgenes de flexibilidad. Las razones centrípetas del PP se han puesto en valor una vez que la sociedad catalana ha debilitado los argumentos centrífugos de socialistas y nacionalistas, y ello debe facilitar la convergencia y el pacto.