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El bikini

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Elegir no es fácil. ¿Comer o no comer? Esa es la cuestión de todos los días. ¿Me zampo ese helado y me castigo después con media hora de abdominales o paso de largo e ignoro la llamada de mi subconsciente? ¿Compro el chocolate para cuando me dé el ataque de ansiedad o me lo ahorro y después busco a la desesperada en la despensa los restos de los turrones de la Navidad de 2004? En fin, peor que en La decisión de Sophia, una se debate entre el pecado y la virtud con mil y una tentaciones. Y yo tengo una teoría: «Ya sea el cuchillo el que caiga en el melón o el melón en el cuchillo, el que sufre siempre es el melón». En realidad, no es una teoría, es un proverbio, pero una tiene alma de copista, como Bartleby, el escribiente.

Se trata, en fin, de asumir lo inevitable. De admitir, por ejemplo, escenas como la que sufrió mi amiga M hace tan sólo unas semanas. Estaba en un probador comprobando lo mal que le sentaba un traje de baño. Un escena terrible que cada año se repite en los vestuarios de todo el mundo: de Algeciras a Honolulu. La dependienta -ignorando las reglas elementales del decoro y el respeto a las canas- abrió el cortinaje para contemplar a aquella treinteañera sometida a la humillación de ver multiplicada su imagen en el espejo con un bikini que pedía a gritos ser liberado de aquel cuerpo, con la celulitis campando a sus anchas y con unas medidas hasta la rodilla que no ayudaban precisamente a paliar el macabro espectáculo. «No le queda tan mal», dijo la jovenzuela y su mirada oscilaba entre el estupor y la compasión. Mi amiga no hizo ningún comentario. Recogió del suelo su ropa y su dignidad y desapareció discretamente.