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La frustración del 'proceso de paz'

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Las dificultades del llamado proceso de paz, un concepto impropio que encierra un claro eufemismo, fueron evidentes desde el momento mismo del surgimiento de la hipótesis por una razón clarísima: aunque ETA está físicamente exhausta y la izquierda abertzale ha llegado al convencimiento de que la violencia ya no tiene sentido ni permite avanzar un centímetro en el camino de sus reivindicaciones, es claro que un proceso pactado que ponga fin a la vía militar emprendida por ETA hace más de treinta años requeriría concesiones por ambas partes. Y sin embargo, el Estado democrático que ha resistido incólume la gran agresión aun en los momentos en que ETA tenía un gran potencial destructivo, no puede conceder contrapartida política alguna a quienes ofrecen ahora abandonar las armas para siempre. En parte, por razones morales insuperables, pero también porque no se lo permitiría la opinión pública. Una opinión pública que ha ido pasando del temor y el sobrecogimiento de los primeros tiempos democráticos a la más airada indignación contra los sayones que han prolongado la violencia hasta mucho más allá del límite en que ya fue manifiesta su más absoluta inutilidad. Así las cosas, el proceso de paz se convertía desde su propio planteamiento en un dificilísimo encaje de bolillos en el que el Gobierno habría de administrar con gran inteligencia el escasísimo margen de maniobra de que dispone.

De hecho, ETA debía abandonar definitiva e irreversiblemente las armas tan sólo a cambio de ciertas concesiones retóricas -sin otro valor político-, de medidas penitenciarias y de ciertas promesas de magnanimidad que no podrían ser en ningún caso más ambiciosas que las muy estrictas y limitadas que otorgó a los terroristas irlandeses el gobierno británico. Semejante recorrido era evidentemente imposible de llevar a cabo sin el concurso bien intencionado de la oposición política por la sencilla razón de que, de no estar la minoría dispuesta a acompañar el proceso, éste, que debería desarrollarse de forma discreta, se despeñaría de inmediato: bastaría con recurrir a la técnica que se está utilizando, la de argumentar que cualquier concesión retórica es una claudicación ante los violentos para detener primero y frustrar después el intento.

Es bien cierto que el Gobierno tiene que ajustarse absolutamente a las pautas mencionadas y a los términos de la más estricta legalidad. Que no puede por tanto ofrecer concesión política alguna a los terroristas o a sus conmilitones; que no es imaginable por tanto un planteamiento cercano al de Anoeta que propone Batasuna y que consiste en una mesa Gobierno-ETA que negocia el fin de la violencia y que se desarrolla en paralelo a una mesa política de partidos que debate el nuevo marco institucional; que ni siquiera cabe considerar hoy interlocutor a Batasuna porque ésta es una fuerza ilegalizada, jurídicamente inexistente, por complicidad con ETA.

Pero sentado todo esto con absoluta rotundidad, parece evidente que hay que dejar al Gobierno cierto margen de discrecionalidad, tutelada por supuesto, en vez de ahogar abruptamente sus iniciativas a la primera oportunidad. De momento, el anunciado encuentro entre el PSE y Batasuna, que a muchos nos ha herido gravemente la sensibilidad, se planteaba como una simple entrevista para informar a Batasuna de que no será interlocutor de nada si no cumple los trámites inexorables de su legalización.