VOCES DE LA BAHÍA

¿A quiénes representan los políticos profesionales?

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Por muy escasa que sea la atención que los ciudadanos de a pie prestamos a los debates políticos, en la mayoría de las ocasiones recibimos la penosa impresión de que las preocupaciones de nuestros representantes tienen muy poco que ver con nuestra vida real: que las leyes que discuten, aprueban unos y reprueban otros, se refieren a formas y a reformas que influyen escasamente en los contenidos vitales de nuestras ocupaciones y preocupaciones diarias.

Esas largas, aburridas y, a veces, crispadas discusiones, que llenan los espacios televisivos, radiofónicos y periodísticos, transmiten un mensaje subliminal que -aunque implícito-, influye intensamente en nuestra convicción de que -al menos en apariencias-, unos y otros olvidan u ocultan nuestros problemas reales. Aunque en la teoría la razón principal de sus quehaceres políticos es representarnos, en la práctica, a pesar de que sus poderes son delegados y de que su finalidad es defender nuestros intereses, llegamos a la conclusión de que, realmente, en sus intervenciones parlamentarias son incapaces de formular, de manera clara, rigurosa y contundente, nuestra voluntad y nuestras demandas. ¿Qué nos importan muchas de esas discusiones que han ocupado la mayor parte del tiempo del actual curso parlamentario como, por ejemplo, si el contrato público con el que dos ciudadanos del mismo sexo se ha de llamar matrimonio -tareas de la madre-, patrimonio -función del padre-, o parimonio -compromiso de la pareja?-. Les sugiero que pregunten a cualquier conciudadano si prefiere que Andalucía se denomine región, comunidad autónoma, realidad nacional, nación o patria. Otra impresión que recibimos es que, en la mayoría de los casos, nuestros representantes apenas tienen poder efectivo.

El poder real está en manos del aparato directivo del partido que, tras cada una de las elecciones, resulta mayoritario. Pero no podemos perder de vista que es el partido -una instancia extraparlamentaria-, el que dicta las consignas que todos los diputados o senadores han de cumplir disciplinadamente. No olvidemos que, de hecho, es la dirección la que dispone del poder legislativo, ejecutivo y, en cierta medida, del judicial. Hemos de tener claro, además, que en la actualidad, los partidos políticos no son círculos de opinión ni siquiera grupos que representan intereses, sino aparatos burocráticos autodisciplinados cuyos integrantes deben seguir, obediente, sumisa y miméticamente las instrucciones del líder. Fíjense cómo todos repiten al pie de la letra sus mismas palabras y cómo se esfuerzan por imitar los gestos, el tono de voz y hasta, en la media de lo posible, su peinado. Esta práctica -común a los antiguos imperios y a las dictaduras contemporáneas-, sigue las pautas de los grupos fuertemente jerarquizados en los que un líder carismático y un equipo poderoso piden la adhesión, generando expectativas y creando dependencias.

Tengo la impresión de que tanto los líderes como sus seguidores ignoran la respuesta que dio el filósofo Hobbes (1588-1679) a Calicles (s. V a.C.), el más cínico de los sofistas griegos: «ningún hombre es tan fuerte como para poder vencer a la coalición formada por una multitud de hombres débiles». Como afirma Cornelius Castoriadis, desgraciadamente, la Historia nos demuestra que, de hecho, los reyes de origen divino, los oligarcas minoritarios, los dictadores, los emperadores y los partidos instalados en el poder, con sus hermosas palabras, con la magia retórica y, a veces, con tácticas de división, crean una tupida red en la que nos atrapan a esa mayoría de ciudadanos que, libremente, dejamos en sus manos la solución de los problemas que nos aquejan.