Editorial

El trance de Batasuna

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Las palabras del secretario general del PSE, Patxi López, anunciando su disposición a establecer relaciones con la izquierda abertzale una vez el presidente del Gobierno comunique institucionalmente su decisión de contactar con ETA, parecen la segunda entrega de la declaración con la que Rodríguez Zapatero quiso replicar a las inquietantes advertencias de Batasuna en el acto socialista de Barakaldo.

La rotunda contrariedad mostrada entonces por los dirigentes del Partido Popular obliga a que los socialistas precisen con más detenimiento el propósito de su iniciativa si -como el presidente de Gobierno afirmó ayer-, ven imprescindible el concurso de los populares para propiciar el fin de ETA. Esa clarificación es especialmente necesaria al tratarse Batasuna de una formación puesta fuera de la ley por el Tribunal Supremo en sentencia confirmada por el Tribunal Constitucional. Es a la izquierda abertzale a la que corresponde realizar todo el esfuerzo para recuperar la legalidad, en ningún caso a las instituciones del Estado. Es la izquierda abertzale la que tiene que librarse de su dependencia de ETA y cumplir con los requisitos legales para inscribirse como formación comprometida en desarrollar su acción política sin dar cobertura o solaparse con el uso de la violencia y la coacción. La pretensión nacionalista de que sea la derogación de la Ley de Partidos el cauce para la legalización de la izquierda abertzale puede ser consecuente con su oposición a la misma, pero nunca con el normal funcionamiento del Estado de Derecho. Dicha norma no sólo consiguió eliminar los resquicios de permisividad que la legalidad dejaba a la connivencia entre el terrorismo y el ejercicio público de la política; ha demostrado también su eficacia al hacer inviable la estrategia compartida por los terroristas y sus tramas de complicidad. Pero el abismo que separa a la izquierda abertzale de los valores de la democracia no podría salvarse mediante su mera inscripción en el registro de partidos.

Es imprescindible que lleve aparejada la renuncia de los herederos de Batasuna a todo argumento ventajista que apele o evoque el riesgo del retorno a la etapa del terror. Sólo así podrá la sociedad democrática confiar en que quienes han actuado como avanzadilla política de los propósitos etarras asumen un nuevo papel: el de representantes de una parte de la voluntad política de los vascos, sin adherencias fácticas y con arreglo a unas reglas de juego comunes. En ese deseable escenario, la izquierda abertzale debería comprender también que resulta vana su pretensión de soslayar el vigente marco de autogobierno para dibujar sobre él una quimera políticamente inexistente y socialmente inalcanzable como la Euskal Herria de los siete territorios. Máxime si persiste en su empeño de defender este objetivo como una condición de partida para la «resolución del conflicto».