MENDICIDAD. Dos niños piden limosna en una carretera de Yogyakarta bajo una torrencial tormenta. / AFP
MUNDO

El caos y las lluvias impiden el reparto de ayuda y el rescate de víctimas en Indonesia

Los 200.000 campesinos que se han quedado sin hogar se preguntan cómo reconstruirán sus viviendas y reharán sus vidas con sueldos de apenas 42 euros al mes

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

A Indonesia se le acumulan las desgracias. Tras el terremoto de 6,2 grados registrado el sábado en la isla central de Java -que ya se ha cobrado 5.137 vidas-, el caos y las fuertes lluvias dificultan el reparto de ayuda humanitaria y el rescate de víctimas bajo los escombros de las viviendas derruidas. Aunque el aeropuerto de Yogyakarta, la principal ciudad afectada, abrió ayer parcialmente para recibir los primeros vuelos humanitarios, el propio presidente, Susilo Bambang Yudhoyono, reconoció «falta de coordinación» y pidió «más agilidad» cuando comprobó sobre el terreno cómo se llevaba a cabo la asistencia a los damnificados, que deambulan en masa de un lado para otro en busca de un refugio seguro.

Y es que hasta donde alcanza la vista, apenas hay tan sólo una casa que se mantenga en pie en esta parte de Indonesia. Donde antes se levantaban pequeños pueblecitos con sencillas viviendas de campesinos rodeadas de plantaciones de arroz y árboles bananeros, hoy no quedan más que escombros y desolación. Y, alrededor de este sobrecogedor drama, una marea humana que lucha por aferrarse a la vida con lo único que les queda, la suerte de no haber perecido sepultados.

Bienvenidos a Bantul, la «zona cero» de este devastador terremoto y donde se han contabilizado la mitad de las víctimas mortales. Tras ver el estado de las viviendas en distritos como el de Kampung Salawi, lo extraño es que alguien consiguiera salvarse, pues prácticamente todas las casas se han desplomado al quebrarse las paredes de sus muros.

«El techo se vino encima»

Una de ellas es la de Ngatiyah, una mujer de 55 años que aparenta el doble y que, en apenas unos segundos, perdió su hogar, sus recuerdos, sus pertenencias y, lo que es peor, a cuatro miembros de su familia. De milagro, su hija logró tirar de ella para sacarla de la montaña de cascotes a los que quedó reducida su humilde morada.

«Ocurrió todo muy deprisa. Me estaba poniendo el mukena -velo musulmán que se utiliza para la oración de la mañana- cuando de repente todo empezó a temblar y el techo se vino abajo por lo que mi marido intentó protegerme cubriéndome con sus brazos», explicó ayer junto a su hija Suparti, de 27 años. Ambas son las únicas supervivientes de su familia porque, a pesar de la valentía de su esposo, el tejado les cayó encima enterrándole a él, a otros dos de sus hijos y a su nieto pequeño. «No se podía mover, pero, como aún respiraba, la agarré de un brazo y salimos por un agujero de la pared», recordó la joven con lágrimas en los ojos ante los amasijos de ladrillos, vigas y bloques de cemento que inundan su antigua calle.

Madre e hija consiguieron finalmente salvar sus vidas, pero en la calle el infierno que les aguardaba no era mucho mejor que la muerte. «Estaba todo cubierto por una nube de polvo debido a los derrumbes, y se escuchaban gritos y llantos procedentes de debajo de los escombros», rememoró su vecino Hadim Anwor, quien también ha perdido su loji, una pequeña y típica construcción de Indonesia hecha de madera y ladrillo que no utiliza cemento en sus muros, sino arena.

Debido a la fragilidad de las estructuras, las edificaciones de la zona se han desmoronado como si fueran de chocolate, dejando a 200.000 personas sin hogar y necesitando muchos más de los casi 100 millones de euros que el Gobierno ha prometido destinar a la reconstrucción el próximo año. «Aquí los campesinos no ganamos más que 500.000 rupias (42,56 euros) al mes. Con ese dinero, ¿cómo vamos a levantar una casa nueva?», se preguntaba Hadim. Al menos, a él aún le quedan fuerzas para plantearse el futuro porque afortunadamente no perdió a nadie de su familia en el violento temblor.

Sepultada

Pero para Mardiyono, un vendedor ambulante de 31 años, su existencia ha dejado de tener algún sentido después de que su anciana madre pereciera aplastada por la caída del muro de su hogar cuando ya había conseguido huir al exterior. «Quería ser enterrada en este lugar porque ha pertenecido a nuestra familia desde los años 40, pero por el miedo a las infecciones se la tuvieron que llevar a la fosa común», explicó Mardiyono, quien se lamentó de que, al final, «se ha quedado sin vida, sin casa y también sin tumba».