Seguridad ciudadana
Actualizado: GuardarLa prensa de Cataluña lleva varios días informando en portada y con gran relieve del que sin duda es actualmente el principal problema social de la comunidad autónoma: la inseguridad ciudadana. Aunque toda la case política se encuentre enfrascada en los preparativos del referéndum del día 18, que coronará el descabellado proceso estatutario ante la indiferencia general, lo cierto es que el motivo de preocupación, el tema de conversación, es la oleada de atracos, muchos de ellos cometidos con gran violencia, que padecen diversas urbanizaciones costeras de Tarragona y Barcelona. La zozobra suscitada por esta cuestión sensible se ha extendido rápidamente y también en Madrid han saltado las alarmas: el ABC de ayer titulaba en portada a toda página que «sólo 150 guardias civiles vigilan 1.144 urbanizaciones de la sierra de Madrid». En la capital del reino ha surgido por añadidura otra modalidad de delincuencia que ha incrementado la desazón: el secuestro exprés, con el que bandas de desaprensivos consiguen pingües beneficios en poco tiempo y casi con plena garantía de impunidad ya que las víctimas no suelen atreverse a formular denuncia.
El consiguiente debate ha surgido en varios frentes: sociólogos y urbanistas se han apresurado a reconocer lo obvio: que el nuevo modelo de desarrollo urbano surgido de la opulencia, constituido por grandes urbanizaciones de chalés unifamiliares con muy baja densidad de población, es muy difícil de defender frente a la delincuencia. Asimismo, políticos y analistas han comenzado a vincular el surgimiento de mafias de extranjeros con el descontrol de la inmigración, lo que constituye una peligrosa y con frecuencia injusta ilación argumental. Y sólo tangencialmente aparece la discusión sobre el asunto que debería ser central en este problema: la garantía de seguridad que el Estado democrático debe ofrecer a los ciudadanos, sea cual sea el modelo de desarrollo urbano y a pesar de que la coyuntura socioeconómica y la globalización nos hayan sometido a una gran presión migratoria, que nunca es plenamente susceptible de control.
Durante la paulatina transformación del Estado que ha tenido lugar en España en el último cuarto de siglo no siempre se han tenido las ideas claras. De un lado, no se han delimitado claramente aquellas funciones que el ámbito de lo público debe desempeñar por su efecto civilizador -prestación de los grandes servicios clásicos, además de la defensa y la seguridad-, de aquellas otras en que su intervención no está justificada y es incluso contraproducente. Y, de otro lado, no se ha sabido aplicar bien el principio de subsidiaridad en la descentralización de ciertas competencias: no deja de ser paradójico que cuando se están desplegando los mossos d'esquadra en Cataluña la Generalitat mire con gesto implorante a Madrid para que se le envíen cuanto antes más guardias civiles destinados a proteger a los ciudadanos de las nuevas plagas...
La realidad es que, en tanto se ha urbanizado todo el alfoz de las grandes ciudades con vastas urbanizaciones y se han erigido zonas residenciales en buena parte del litoral, la Guardia Civil mantiene su vieja estructura, la que servía a pueblos periféricos que se iban despoblando y en los que no se registraba apenas conflictividad alguna. Parece claro, en fin, que es necesario reconsiderar totalmente los criterios de seguridad y el esfuerzo presupuestario que ha de aplicarse a este objetivo, que es evidentemente previo a todos los demás puesto que el sistema de libertades se convierte en una entelequia si la integridad personal de los ciudadanos frente a sus enemigos no está asegurada.