Dedicado a todas las madres
Actualizado: GuardarRealmente, no solemos plantearnos qué nos une a nuestra madre, lo consideramos ley natural. No es relevante contar una gran historia de la relación de amor materno-filial, verdaderamente lo que cuenta es ser capaz de amar, aún con las limitaciones de nuestro género humano, amar sin límite a la persona que nos dio el ser, nos parió con dolor, nos cuidó y nos amó.
Tampoco entraremos a cuestionar las difíciles relaciones que existen entre madre-hijo/a, donde la falta de tolerancia ha ocupado un lugar que no le corresponde, desplazando al cariño.
Imaginad por un momento, si uno de nuestros hijos, a los que adoramos, llegado el momento de nuestra vejez, no tuviese paciencia con nuestras torpezas, no comprendiera nuestros olvidos, no considerara la enorme diferencia generacional que nos separa, que le irritasen nuestros puntos de vista, que se quejara del trabajo que sin duda le daríamos, ¿verdad que moriríamos de tristeza?
Pero, por suerte para todas las generaciones, una madre nunca cuenta las veces que da y no recibe. A veces, parece provista de una coraza y que las amarguras no le traspasan. No incurramos en ese error. Lo cierto es que ella las absorbe todas y las canjea por sonrisas, caricias y un amor inconmensurable.
Inconvenientemente, un buen día, se instala en nuestra casa el señor Alhzeimer, sin haber sido llamado ni invitado, se aposenta con nuestra madre en el brazo de su sillón, y se aprovecha de sus historias para ofrecerle toda la conversación que nosotros no tenemos tiempo de darle. Así que cuando la veas sonreír, aún sin oír lo que le dices, aún mirándote sin verte, o cuando habita en ese extraño reino del silencio, bésala y abrázala porque está pensando en ti. El señor Alhzeimer sólo ha venido a defenderla y liberarla de su carga, pero ella nunca olvidará la ternura que proporciona la maternidad, no comparable a ninguna otra experiencia emocional.
¿Tendremos la capacidad, la comprensión, el desvelo, y sobre todo, el amor que ellas tuvieron con nosotros?
Los hijos que perdieron a su madre sin ser conscientes de su existencia, en momentos cruciales de su vida se preguntan: ¿podría ayudarme si estuviese ahora junto a mí?
Sin embargo, los hijos que han tenido la suerte de saborear su dulzura, ciertamente no tienen preguntas, sólo un anhelo... ¿Ojalá mi madre estuviese aquí!
De cualquier manera, no seamos cretinos, no tengamos un esmirriado, flaco y endeble denario del amor, devolvamos ese denario multiplicado por diez. Porque ser madre no es el solo hecho de haber parido. Ser madre es ser feliz de serlo. Ser madre es ser inmensa para querer, pues aprendió a reír por no llorar, desde el preciso momento en que fue madre.
¿Gracias, madre, por todo lo que me has querido, por cuánto me has dado, por lo que me has enseñado y por lo que me has evitado! ¿Te quiero, madre!
M. Cecilia García Junquer. Cádiz