Antonio Dorado Soto: un ministro de la Palabra
Actualizado: GuardarLa celebración de las bodas de oro sacerdotales de monseñor Antonio Dorado Soto, obispo de la Diócesis de Málaga, nos ofrece la oportunidad de expresarle nuestra admiración y de reiterarle nuestra gratitud por su manera peculiar -directa, sencilla, rigurosa y concreta- de transmitirnos los mensajes del Evangelio. En esta ocasión nos gustaría destacar especialmente su forma -en apariencias paradójica- de ejercer el ministerio de la palabra.
Para descubrir las claves que explican la densidad de sus homilías, el rigor de sus textos escritos e, incluso, la amenidad de sus jugosas conversaciones, hemos de tener en cuenta sus prolongados silencios ante el sagrario, su intenso estudio de las Sagradas Escrituras y la atención permanente que presta a los interrogantes de sus interlocutores. Don Antonio explica con palabras y muestra con su conducta que la oración, el estudio y el diálogo continuos son las sendas inevitables y convergentes para, siendo fiel a Jesús, al Evangelio, a la Iglesia y al pueblo, lograr la armonía, la unidad, la paz y el bienestar personal, y para colaborar solidariamente con los demás ciudadanos en la construcción de un mundo más humano, «más reconciliado, más pacífico y más transparente». En el fondo de todos sus discursos y de todos sus escritos, resuena un mensaje: «Convirtamos nuestras vidas cotidianas en potentes voces que repitan las palabras de Cristo y las demandas de los que no tienen voz».
Desde nuestra distancia física hemos podido comprobar cómo la fuerza de sus intervenciones radica en su singular facilidad para hacer de las palabras vida, y de la vida palabras: para ejercer el ministerio episcopal, encarnando con naturalidad los mensajes evangélicos en una vida intensa, generosa y valiente. Con ese lenguaje diáfano de sus actitudes, de sus gestos y de sus comentarios, nos invita, amable y lúcidamente, para que bebamos en las inagotables fuentes de espiritualidad, en los manantiales de vida intensa que brotan desde el fondo de nuestra tradición cristiana. Hombre esperanzado, nos transmite su convicción de que la misión irremplazable de los pastores de la Iglesia en el mundo actual -precisamente cuando se muestra como auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida con la liberación de todo el hombre y de todos los hombres- es convertir las vidas cotidianas en voces que griten proponiendo una vida más digna.
En todos sus textos resuena, con especial fuerza, el insistente eco de su permanente preocupación pastoral: que la palabra evangélica sólo es escuchada, atendida y entendida, si está «encarnada» en los comportamientos de quien la pronuncia y en las realidades a las que se aplica. Nos ha llamado especialmente la atención la fuerza expresiva con la que ha denunciado la inutilidad de las predicaciones «descarnadas de la realidad» y la insistencia con la que, al mismo tiempo, nos anima para que sigamos esos senderos que conducen al encuentro nosotros mismos y que nos permiten crecer como personas unificadas que apoyamos los pies en la base firme de las palabras de Cristo y de las enseñanzas de la Iglesia. Le agradecemos, querido don Antonio, su lucidez para iluminar nuestras propias miserias, nuestras alegrías y nuestros éxitos. Reconocemos su esfuerzo para infundirnos, de manera permanente, alientos de esperanza, y para nutrirnos con el alimento del amor. Gracias, don Antonio, por su lucidez, por su amabilidad, por su coraje y por su audacia evangelizadora.