El PSC pierde el norte
Actualizado: GuardarResulta difícil de entender que la primera fuerza gubernamental de Cataluña, el PSC, que todavía dirige el Gobierno de la Generalitat, haya planteado la campaña del referéndum de ratificación de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña como una dura descalificación del Partido Popular. Muy probablemente, el desafortunado lema elegido para esta etapa de precampaña, «El PP utilizará tu no contra Cataluña», sea ilegal puesto que la normativa electoral vigente impide que la propaganda propia se base en la crítica del competidor, pero eso sería lo de menos: lo grave es constatar hasta qué punto se ha degradado la política catalana. Y hasta qué extremos han perdido el norte y sentido de la realidad los partidos políticos que firmaron en 2003 aquel polémico Pacto del Tinell que, al tiempo que acordaba voluntades en pro de la ocupación de la Generalitat, criminalizaba al PP, al que se excluía inicuamente de cualquier pacto, contacto o relación. No es extraño que Piqué haya reaccionado airadamente a semejante agresión, que «sobrepasa los límites de la decencia política», y haya decidido romper en lo sucesivo «cualquier canal de comunicación» con el PSC.
El proceso de elaboración de la reforma del Estatuto ha sido un despropósito, y el PSC no se ha caracterizado precisamente por el instinto democrático en la tarea de puesta en pie del proyecto surgido del Parlament, que resultó ser un desafuero y que hubiera perecido si Mas y Zapatero no lo hubieran enderezado. Así las cosas, y cuando el proyecto aprobado no goza de un prestigio indescriptible, lo lógico hubiera sido dar al referéndum de ratificación, que se celebrará el 18 de junio, un carácter solemne e institucional, con lo que pudiera conseguirse, de un lado, una divulgación cabal del contenido de la propuesta estatutaria y, de otro lado, una legitimidad incuestionable para la futura norma, una vez que las distintas opiniones hubieran tenido la oportunidad de manifestar libremente sus posiciones.
Pero el PSC está empeñado en impedir el debate para que la cuestión se convierta en una especie de extraño y falsario plebiscito sobre Cataluña, en el que, como ya es habitual, quienes no sean nacionalistas ni acepten una visión antigua e intervencionista de la política serán tachados de antipatriotas. Obviamente, no debería ser la intensidad del catalanismo lo que se dirimiese el 18 de junio sino la capacidad integradora de un nuevo Estatuto que debería incrementar las potencialidades que ofrecía el antiguo. No parece que las ideas de Maragall y de Montilla vayan precisamente en esta dirección. Lo cual no sólo puede resultar nefasto para la causa del «sí», sino que puede tener un precio electoral muy alto para quienes están convirtiendo la política catalana en una ceremonia confusa y sectaria.