1983. En una de las muchas acampadas de protesta.
ESPAÑA

25 años de espera envenenada

Los 17.000 afectados por el aceite de colza adulterado en 1981 denuncian el «abandono» de los enfermos y exigen su equiparación administrativa con las víctimas del terrorismo

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HACE 25 años. Leopoldo Calvo Sotelo gobierna en España. El país sufre un intento de golpe de Estado, negocia su adhesión a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y aprueba la ley del divorcio en el Congreso. Los Secretos cantan 'Déjame', el 'Guernica' de Picasso llega desde Nueva York y se estrena en TVE 'Verano Azul'. Se diagnostica en EE. UU. el primer caso de sida en el mundo y en España se vive una pesadilla médica: miles de personas consumen aceite de colza adulterado, enferman y mueren. Lo llamarán 'síndrome del aceite tóxico', una enfermedad distinta, desconocida para la Medicina y sin vacuna, huérfana de referencias, veneno sin antídoto que ataca a más de 20.000 personas en el centro y el noroeste de España, de las que cerca de 700 fallecieron.

Se captura y condena a los responsables de la desnaturalización del aceite, la distribución y su comercialización. Las víctimas acabarán acusando al Estado por su desidia al haber permitido la venta de garrafas de grasa como oliva pura. La «imprudencia temeraria» va a saldarse con una indemnización millonaria: unos 3.000 millones de euros (más de medio billón de las antiguas pesetas), de los que ya se han pagado más de 2.375 millones.

Son muchos los nombres. Ha quedado uno para la historia: el del niño de siete años Jaime Vaquero, la primera víctima de la colza. Fallece en Madrid el 1 de mayo de 1981, Fiesta del Trabajo. Tal día como hoy. Se le diagnosticó una neumonía atípica y la 'enfermedad del legionario' o legionelosis, llamada así porque fue descrita por primera vez después de un brote mortal de neumonía en una convención de legionarios en 1976.

Síntomas nuevos

Pero lo que tenía Jaime no era la legionela, era grasa extraída de las hojas de la colza que, por un refinado defectuoso, sabía a aceituna fuerte. Cinco lustros y cuatro Gobiernos de tres colores después (Leopoldo Calvo Sotelo, UCD; Felipe González, PSOE; José María Aznar, PP; y José Luis Rodríguez Zapatero, PSOE), del rastro dejado por el reguero de aceite tóxico dan fe los 17.000 afectados que purgan su experiencia y viven sin saber qué nuevo síntoma les depara el mañana. Les ponen voz Antonia Seco de Herrera, Fernando Lago, Juan Antonio Sánchez, Irene Llisterri y Encarnación Hidalgo, de la Coordinadora Nacional de Asociaciones de Afectados, con sede en el barrio madrileño de Moratalaz. En ese mal sueño en que están inmersos desde 1981, han vuelto una y otra vez sobre sus pasos «para evitar caer en el olvido». «Sólo cuando el último afectado fallezca, la historia de la epidemia por aceite tóxico se cerrará».

Ciertas desgracias parecen no haberse movido de lugar. Los cinco se dejan estar al sol en una calle de Moratalaz, en el mismo lugar donde un día de 1981 decidieron hacer piña. Nada en su aspecto externo evidencia el síndrome, aunque éste marchite sus entrañas día a día: hipercolesterolemia, hematomas faciales, hipertensión, fatigabilidad precoz, astenia, calambres, mialgias, pérdida de fuerza, cefaleas, tos seca, ansiedad, problemas de locomoción, precisar ayuda para llevar a cabo actividades cotidianas. Secuelas indefinidas en el tiempo que aparecen de forma aislada o en combinaciones. El 10% de los pacientes tiene reconocida una discapacidad permanente. De ellos, dos terceras partes son mujeres. «Dice que tenemos buen aspecto, imagínese si no tuviéramos el síndrome cómo de bien estaríamos», plantean. Todos los tocados por el mal tienen, como mínimo, un órgano lastimado.

Dentro de la sede hay un olor a intenso pasado. Las paredes repletas de momentos fotografiados: el juicio multitudinario en la Casa de Campo, el canje de los bidones del aceite malo por bueno, los campamentos improvisados frente a La Moncloa, compañeros ya fallecidos con el rostro marcado por la colza, familias en manifestación tras la pancarta... «Nos hemos encerrado hasta en el Arzobispado. Cuando trataron de echarnos, preguntamos: '¿Esto no es la casa de Dios?'. ¿Sabes lo que nos respondieron?: 'No, son las oficinas'».

Algunas instantáneas se paralizaron en el blanco y negro. En color, otras muchas. Hay carpetas en las vitrinas llenas de documentos manoseados. Ordenadores anticuados, sillones con el cuero de los brazos desgastado, el timbre del teléfono que enmudece a veces. Un jersey olvidado sobre la mesa, una escoba, colillas en el cenicero, vasos, cubiertos y una cafetera hacen hogar.

Las víctimas de la colza vienen a hablar de presente. De los 25 años que llevan inasequibles al desaliento, aunque tantas veces impere la sensación de abandono y malquerer. «Lo primero que hace el síndrome es dejarnos sin fuerza física», apunta Fernando Lago, afectado «por simpatía» (es su mujer la enferma) y coportavoz del colectivo de Moratalaz junto con Antonia Seco de Herrera. Fuerza física, que no moral para pedir a viva voz, y esto es novedad, que «merecemos recibir el mismo tratamiento administrativo que las víctimas del terrorismo». Hace un par de meses se cerraron los últimos expedientes que ordenaban el pago de indemnizaciones a damnificados por la colza, desde que la Audiencia Nacional comenzara a ejecutarlas en 1999, a un ritmo de 300 expedientes al año.

Pero los afectados no han interrumpido en ningún momento, desde hace más de dos décadas, su lucha. Asisten cada martes de pleno al Congreso de los Diputados. Apostados en la entrada de la Cámara Baja, «no vayan ustedes a olvidarse de las víctimas de la colza», recuerdan a sus señorías que «con la liquidación de las indemnizaciones no queda zanjado el asunto».

La teoría y la práctica

Les entregan un documento de treinta páginas que tiene de portada un diseño muy gráfico, una calavera detrás de dos frascos de aceite, y que también han hecho llegar a la cartera de Trabajo y Asuntos Sociales. Ahí explican que supervivientes del brote epidémico y víctimas del terrorismo tienen, «en teoría», un sistema de protección similar que incluye atención sanitaria y psicológica, concesión de becas y prestación de subsistencia. «Los primeros lo hemos mantenido gracias a nuestras constantes movilizaciones y enfrentándonos una y otra vez al intento de extinguir la ayuda económica familiar complementaria que recibimos».

No así sucede entre los segundos. La Ley de Solidaridad con las Victimas del Terrorismo sostiene en el artículo dos del apartado cuatro que «las indemnizaciones serán compatibles con las ayudas, compensaciones o resarcimientos percibidos o que pudieran reconocerse en el futuro».

«Hay más diferencias -matiza Antonia Seco-. Las pensiones por colza oscilan entre los 200 y los 400 euros; para las víctimas del terrorismo se establece un mínimo de 1.539 y, en todo caso, siempre equivalente al triple del salario mínimo interprofesional (SMI) vigente en cada momento». El precio del estropicio de la colza también toma la referencia del SMI de 1981. Fernando Lago traga rabia: «Ha sido un trabajo de hormiga, pero no se nos ha dedicado un monumento honorífico jamás. Sanidad nos ha invitado a un seminario sobre enfermedades raras en septiembre. Claro que iremos, pero a concentrarnos en la puerta por un espacio propio en la memoria histórica». Aunque sea sin un final feliz.