MAR DE LEVA

Estadística del dolor

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Ni siquiera haría falta recurrir al sobado ejemplo que se cita siempre, ése que dice que si usted se come un pollo solo, nos hemos comido un pollo entre los dos, ni recordar la frase de Benjamín Disraeli popularizada por Mark Twain («Hay mentiras, malditas mentiras y estadísticas»), cuando en nuestra vida cotidiana vemos cada dos por tres la manera a menudo sesgada en que se interpretan los datos que podrían ofrecernos algo de luz para el futuro. Recuerden, si no, cómo siempre después de las elecciones todos los partidos (y en todo el mundo) leen los resultados en positivo triunfal, aunque el batacazo en las urnas de algunos haya sido importante. Aceptar que la estadística nos puede ayudar a comprender las claves de lo que hacemos y al menos a esperar lo que nos pueda venir encima en el futuro más o menos inmediato, no quita para que no sea de recibo explicar las cosas que pasan basándonos únicamente en las estadísticas.

Esta Semana Santa pasada, como ya se preveía, 108 personas han muerto en accidentes de carretera. Un hecho tan doloroso como inaceptable se me antoja la explicación que se nos da por parte de la DGT: el 48 por ciento de esos muertos no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Dejar el dato ahí, en frío, sin razonar ni explicar, corre el peligro de que se interprete solamente como lo que es: un dato incompleto que, antes al contrario, está cayendo encima de quien lo da como absoluto. Porque resulta que el 52 por ciento de las víctimas mortales en esos accidentes (o sea, más gente), sí que llevaba el cinturón puesto, y eso no ha impedido que desgraciadamente hayan muerto. El dato en bruto no sirve para eximir responsabilidades ni para acusar con el dedo a nadie: son más los fallecidos que llevaban el cinturón que los que no lo llevaban, y entonces es preciso aclarar cuántos de ese 48 por ciento, si se sabe, habrían sobrevivido de haber llevado el cinturón como las leyes mandan. El dato en bruto no basta: es necesario explicar, y no sólo en informes de puertas para adentro, sino de puertas para afuera y en román paladino, cuántos de los siniestros en conjunto podrían no haber acabado en muerte por todas las causas que se han conjugado para ello: el cinturón, sí; pero también la imprudencia temeraria, el alcohol, las drogas, el cansancio, la acumulación de vehículos, el estado de las carreteras, la meteorología, la velocidad y, posiblemente, la impaciencia. De otro modo, la estadística estará siempre incompleta y la interpretación de esa estadística quedará siempre en el aire.

La campaña de este año, recuerden ustedes, hasta ponía un nudo en la garganta: esa llamada telefónica que preguntaba si el interlocutor pensaba si iba a morir en la carretera esos días. Dureza criticada en su momento y que, a la postre, no ha servido de nada y, lo que es peor, al final acaba confundiendo lo que debe ser una necesaria campaña para concienciar del uso del cinturón de seguridad con cierta sensación de que, como toda estadística, es inevitable que los resultados se repitan cada año con una desviación mínima. El uso del cinturón, lo estamos viendo, no es lo único que puede ayudar a que la gente se salve. El problema viene cuando las únicas medidas que podrían aplicarse para intentar frenar este caudal imparable de muertes, las coercitivas, siempre parecen una minucia comparadas con lo que se sopesa en la otra parte de la balanza: la misma vida.

Ojo que la culpa no es de la DGT: la culpa es nuestra, que parece que creemos que la vida es un videojuego que puede reiniciarse y no una tirada única a los dados del destino. La culpa es nuestra porque parece que no nos importa que además ponemos en riesgo vidas ajenas (o vidas cercanas, que ésa es otra).

Duele comprender que en algún lugar de España hay una persona que tiene como una de las funciones de su profesión el ir anotando las muertes en carretera. Duele tanto como la mirada de desolación de aquel abuelo asturiano al recibir la noticia de la muerte de su nieto en el accidente del autobús de estos días pasados... mientras la cámara de televisión, implacable, le seguía el rostro que él intentaba ocultar. Si ya es duro reducir la vida a un número, todavía más vergonzoso es convertir la intimidad del dolor ajeno en espectáculo.