Evocación de la República
Actualizado: GuardarEste viernes se cumplen 75 años de la proclamación de la República tras unas elecciones municipales que acabaron de arrasar los vestigios de una monarquía exhausta. La efemérides no tiene, por lo remota, verdadera actualidad, sino apenas el valor de un ejercicio histórico, de un pretexto introspectivo sobre el régimen actual. De cualquier modo, y puesto que la conmemoración ya ha suscitado cierta polémica, conviene traer aquí algunas consideraciones pertinentes. La pura constatación de la historia ha llevado a algunos a creer y a afirmar que la última modernización de los grandes Estados-nación europeos tan sólo ha llegado cuando ha encontrado el soporte de un proceso revolucionario. Así ocurrió en Inglaterra en el XVII y en Francia en el XVIII, con las grandes revoluciones burguesas. España, en cambio, no logró su gran movilización liberal en aquellos siglos, ni siquiera en el XIX: nuestra revolución fue mucho más tardía, y desde luego ha de relacionarse con la proclamación de la Segunda República, una experiencia planteada con más buena voluntad que acierto y que se vio dramáticamente frustrada por una guerra civil en cuya génesis nadie fue verdaderamente inocente.
Durante la dictadura franquista, la República fue comprensiblemente mitificada por la oposición al fascismo militarista que aquí padecimos. Y esta subjetividad, bien disculpable por cierto, ha dificultado -y todavía dificulta en cierta medida-, el juicio ecuánime sobre aquel régimen de entreguerras que pereció víctima de sus propios errores y de la inclemencia del contexto europeo. La República, denostada con desmedida virulencia por la dictadura, no fue ni tan ruin como aseguraron sus detractores ni tan angélica como pretendían los que la convirtieron en el gran paradigma que se veneró con la nostalgia patológica de la derrota y el exilio. Hoy, para juzgar cabalmente aquel régimen, hay que dejar de verlo como referente y desposeerlo cuidadosamente de la pasión que lo ha envuelto en las pasadas décadas. Y, por supuesto, evitar cuidadosamente cualquier demagógico antagonismo con la otra forma de Estado, la monarquía. No sólo porque los conceptos monarquía y república no significan lo mismo hoy que hace tres cuartos de siglo sino también porque, en puridad, la Segunda República no enterró una monarquía -o, al menos, no una monarquía de corte realmente democrático-, sino una dictadura, la de Primo de Rivera, prolongada artificialmente con los cortos mandatos de Berenguer y Aznar. La República no se impuso, pues, por la fuerza a una monarquía viva y pletórica: simplemente llenó el vacío que está había creado al suicidarse.
A la hora de analizar aquel régimen republicano, obra de una generación meritoria que era consciente del atraso del Estado y de las necesidades imperiosas de modernización de una sociedad anclada en el anacronismo, es difícil no sentir franca admiración por aquella obra precursora que, en el terreno de los enunciados, compendiaba -y hay que darle en esto la razón a Rodríguez Zapatero-, muchos de los grandes valores actuales, paradójicamente entrañados por nuestra Monarquía parlamentaria. La República instauró un sistema político basado en una idea moderna del Estado, que ofreció una primera y acertada respuesta a la cuestión regional, abrazó el laicismo, otorgó el derecho de sufragio a la mujer, dio primacía a la educación -todavía se alzan, vetustas y venerables, miles de viejas escuelas públicas de aquel tiempo en los más remotos confines del país-, humanizó las prisiones, forjó los grandes derechos y libertades contemporáneos, cobijó a una generación intelectual incomparable y estableció, sin duda alguna, los fundamentos teoréticos de un futuro que tardaría medio siglo en llegar. Pero la idea republicana naufragó por su impotencia, y no sólo a manos de sus enemigos.