El 11-M, a juicio
Actualizado: GuardarEl auto de procesamiento dictado por el juez Juan del Olmo contra veintinueve del más de un centenar de inculpados en el sumario sobre los atentados del 11-M no cierra definitivamente las investigaciones policiales, pero sí establece a grandes rasgos la posición del instructor en una fase decisiva, previa a la apertura de la vista oral, que se producirá tras una nueva decisión expresa del juez y que correrá a cargo de una sección de la propia Audiencia Nacional. En cualquier caso, ya cobra definitiva estabilidad la versión de los hechos que ha ido desarrollándose a lo largo del extenso sumario durante los algo más de dos años que ha durado hasta ahora la instrucción.
En síntesis, los atentados contra los trenes habrían sido ideados, planeados y cometidos por una célula terrorista local, cuyos principales miembros se suicidaron el 3 de abril de 2004 en Leganés cuando estaban siendo acosados por las fuerzas de Seguridad del Estado y en un intento de masacrar a sus perseguidores. La mencionada célula habría estado dirigida por Jamal Ahmidan, El Chino -el que «determina a todo el grupo, sobre el que ejerce un liderazgo férreo», se dice en el auto-, y por Serhane Abdelmajid Fakhet, El Tunecino, el ideólogo del grupo.
Según el sumario, las pesquisas policiales y judiciales han constatado fehacientemente que el grupo de ciudadanos, marroquíes y de otros países árabes, que se había afincado en nuestro país diseñó el ataque tras interiorizar, a partir de septiembre de 2003, un informe colgado en la página de Internet Global Islamic Media, en el que un comité de sabios de Al Qaeda sugería un atentado en España antes de las elecciones generales del 14 de marzo del 2004. El 11-M, como el 7-J de Londres, fue pues «inspirado», no ejecutado, por la red terrorista de Osama Bin Laden.
En aquel operativo terrorista, los únicos españoles procesados, nueve, con el ex minero y delincuente común Suárez Trashorras a la cabeza, desempeñaron un papel incidental de intendencia: proporcionaron los explosivos. Y, por supuesto, no existe en el auto la menor referencia a ETA, organización que no desempeñó papel alguno, ni directo ni indirecto, en los atentados. En definitiva, el auto de procesamiento, como el propio sumario, desacreditan completamente las hipótesis acariciadas por los integrantes de un complot mediático que aún alienta la sospecha de que el terrorismo vasco jugó un cierto papel en el desalojo del PP el 14-M del 2004.
Fueron los islamistas quienes, con su lógica macabra, tramaron y consumaron aquellos horribles asesinatos masivos para provocar el consiguiente vuelco electoral y la retirada de las tropas española de Irak, dado que el PSOE llevaba semejante designio en su programa. Con todo, parece claro que el efecto del 11-M en el 14-M, imposible de calcular objetivamente aunque sin duda evaluable subjetivamente, se debió más a los errores cometidos por el Gobierno tras el drama -el no reunir inmediatamente el Pacto Antiterrorista ni convocar a la oposición, el defender obstinadamente y hasta mucho más allá de lo razonable la autoría etarra- que a la relación causa-efecto pretendida por los terroristas.
La versión de los hechos que mantiene el juez Del Olmo se corresponde, en fin, con la que dicta el sentido común, al margen de inverosímiles hipótesis rocambolescas. Y está avalada por la contundencia de las pruebas: el suicidio masivo de los fanáticos que, presos de un oscuro furor religioso, habían cometido los crímenes, movilizados por el conflicto de Irak, por la alianza de España con la potencia invasora y por la enfermiza y utópica nostalgia de Al Andalus.
Existió, en fin, como ya se sabía, una interferencia inabarcable por la racionalidad política en las elecciones del 14-M, causada por la agresión de unos militantes ultrarreligosos pertenecientes al islamismo radical. Ello no implica, obviamente, que el Gobierno español de aquel momento tuviera responsabilidad alguna en la matanza (la relación entre los atentados y la cuestión iraquí en la mente febril de los criminales no lo incrimina, obviamente), ni tiene sentido sugerir alguna connivencia entre los adversarios políticos de Aznar y los asesinos del 14-M. Tampoco es lícito acusar a Rodríguez Zapatero de claudicación ante el terror por haber retirado las tropas de Irak tras ganar las elecciones: aquella medida fue el eje de la campaña electoral desarrollada antes del 11-M, y la confianza otorgada por los electores a quienes la proponían les obligaba a honrar su palabra. A fin de cuentas, si Zapatero no la hubiera cumplido, también se hubiera podido decir de él que actuaba a presiones de los terroristas.
La celebración del juicio del 11-M, todavía remota pero cada vez más cercana, debería suponer el definitivo archivo de este asunto en las alacenas de la historia. Sin embargo, ante la acumulación de evidencias que configuran un relato sólido de lo ocurrido, sería muy de agradecer que cesasen ya las especulaciones e intoxicaciones que a partir de este momento no pueden tener otro objeto que enmarañar la política y la convivencia.