TRIBUNA

Bajo sospecha

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Los que vieron por última vez a Ossip Mandelstam, el poeta ruso que desapareció en un campo de concentración en la época de Stalin, lo recuerdan frente a una fogata, en Siberia, en medio de la desolación, rodeado de un grupo de prisioneros a los que habla de Virgilio. Cuando el novelista Sándor Márai descubrió que los jerifaltes comunistas de su país trataban al escritor que callaba -que había escogido la resistencia silenciosa- como la Inquisición a los herejes, decidió abandonar Budapest, pero no quiso dejar su tierra natal sin llevarse algo para el largo viaje, algo que no encontraría en el extranjero, y durante un año entero se dedicó a leer obras de escritores húngaros olvidados.

Viviendo bajo un régimen obstinado en demoler los monumentos del pasado -y un monumento del pasado era, para los comunistas, la literatura «de raíces burguesas»- esa obstinada búsqueda de los miembros ya desaparecidos y medio ocultos de la literatura húngara expresa la idea de que hay algo que debe ser preservado, algo que la lectura puede acumular como experiencia. No se trata de la exhibición de la cultura, sino, a la inversa, de la cultura como resto, como ruina, como ejemplo extremo de la desposesión.

Tanto en el caso de Mandelstam como en el de Márai se trata de una lectura extrema, fuera de lugar, en circunstancias de extravío, de muerte, o donde acosa la amenaza de una destrucción. La lectura se opone a un mundo hostil, como los restos o los recuerdos de otra vida. En su soledad parisina, el escritor y oficial de las tropas alemanas de ocupación Ernst Jünger definió la lectura de ese modo: «Nadie sabe mi nombre ni conoce este refugio». Días antes había escrito en sus diarios: «En varias ocasiones he caído en rápidos del río, pero siempre he conservado, pese a todo, el aliento mínimo necesario para nadar o al menos para mantenerme a flote».

El siglo XX es el siglo de los procesos. De entre los escritores, cuántos acusados. Jünger, por ejemplo, sería víctima de un doble proceso. En 1942 Goebbels impidió que publicase una sola línea más en Alemania por el sencillo procedimiento de negar cupo de papel a sus proyectadas ediciones. En 1945 los ingleses de ocupación en Alemania ratificaron la orden del jerifalte nazi. «Los perseguidores -escribiría Jünger- se relevan, sí, pero siempre en las batidas a la caza». Un pensamiento similar debió de cruzar la mente de Baroja cuando, durante la Guerra Civil, y después de haberse refugiado en San Juan de Luz de las cóleras carlistas, anotaba, refiriéndose a comunistas y anarquistas: «Desde el principio me empezaron a considerar a mí como traidor. ¿Traidor a qué?».

Baroja también vivió la literatura como un punto de fuga. Si uno interroga al viejo escritor de la época franquista, al hombre viejo que escribe sus memorias y guarda sus escritos de la Guerra Civil para el cajón, descubre en seguida un literato amenazado que se construye en Vera de Bidasoa un universo y un refugio frente a la hostilidad del mundo. Del otro lado de los libros que lee o escribe en silencio, luego de atravesar la superficie negra y blanca de las palabras impresas, más allá de la biblioteca y de una verja de hierro, el mundo es un lugar donde ya no existen explicaciones ni razonamientos, ni crítica, sino sólo la violencia física, la fuerza de las armas. La realidad de una época de oscuridad y saña parece irreal, o mejor el mundo es esa irrealidad: «Un escritor como yo -escribe don Pío-, que ha andado huyendo naturalmente, como he andado yo, de todo servilismo y de toda tiranía, no encuentra defensa. Si se quiere defender, no le atienden. ¿No está con nosotros? Que se hunda, nada nos importa. No se toma en cuenta la época ni la situación política. ¿Vive usted en el país en un momento dictatorial, porque tiene usted medios de irse a otra parte? Pues es usted un reaccionario. ¿Vive usted en una época comunista y no se subleva? Pues es usted comunista. Una estupidez así la han tenido como norma no sólo en España, sino fuera de España».

Lo que me interesa señalar con esta cita es algo que encontramos en muchos otros escritores del siglo XX que se negaron a cantar a coro mientras el verdugo ejecutaba, algo que el intelectual disconforme ya había vivido en el pasado y cuyo mejor ejemplo quizá sea la relación entre Voltaire y Federico II de Prusia. Durante un tiempo el monarca y el filósofo pierden constantemente la medida del elogio, pero basta un comentario crítico de Voltaire sobre las faltas de ortografía que afean la prosa de Luis XIV para que esa relación se envenene. Un Rey es un Rey y por lo mismo su grandeza no puede resultar mancillada por ninguna falta de ortografía. Un filósofo, por más genial que sea, es tan sólo un filósofo y debe saber cuál es su sitio: el coro o el silencio, sumiso sobre las tablas del escenario o rebelde en la penumbra. En España, donde no sólo se heredan propiedades sino también criterios y juicios, herejes y monstruos, esta comedia humana -sus glorias, sus desgarraduras, sus prestigios y sus tragedias, pero también su tontería, su mezquindad, su capacidad infinita para encarnar lo grotesco, lo cursi y lo turbio- nunca ha dejado de representarse. Ni siquiera en democracia. En España seguimos bajo el síndrome del proceso, a diferencia de Francia o Inglaterra, donde, para mayor gloria de la cultura e historia nacional, se sirven de la persona y la obra de sus grandes escritores cualesquiera que hayan sido sus filias o fobias políticas, su carácter oficial o disidente. Aquí se confunden tiempos y épocas, se atribuyen a las sociedades del pasado actitudes, creencias y valores del presente o se utiliza la memoria histórica como un instrumento de deslegitimación del adversario político, considerándolo heredero de los personajes más sombríos del ayer.

Baroja ha sido incluso triplemente acusado: por el tribunal de los carlistas primero, como un librepensador; por el tribunal revolucionario después, como un burgués elitista alejado del pueblo; y, por fin, por el tribunal del nacionalismo vasco, como un intelectual empapado de ideas españolistas que escribe en castellano. Que hoy el nacionalismo institucional se olvide de la efeméride del escritor vasco y la entierre bajo una cascada de escritores guipuzcoanos que nadie conoce ni lee no puede sorprender a nadie. Todavía sufrimos a quien sigue empeñado en evitar que el diagnóstico de Cernuda pierda actualidad: todavía hay quien se obceca en que la reputación de nuestros escritores no descanse sobre una valoración objetiva de su obra. Hay tradiciones que, por desgracia, no caducan. Durante la última guerra civil española, Manuel García Morente proponía contemplar la historia de España como un lento proceso destinado a la supresión de los anticuerpos infiltrados en el organismo hispánico: hebreos, moriscos, luteranos, enciclopedistas Dicha opinión, adaptada a su Arcadia particular, es común hoy entre no pocos de nuestros nacionalistas vascos. En realidad, la historia oficial que sueñan los dirigentes institucionales del País Vasco puede cifrarse en un arduo proceso destinado a borrar los pasos de figuras infiltradas o molestas. Como a Federico II, les gusta que el filósofo baile el minué. De ahí que no digieran bien a un creador disconforme, incluso arbitrario, como fue siempre Baroja. Don Pío es peligroso, pues pertenece a los clásicos cuya principal virtud consiste en coger por las patas la sinceridad salvaje que huye, dándole salida después de haberla atrapado en la domesticidad editorial de sus relatos. Cargado de espaldas como si un centenar de libros le pesasen en ellas, como un hombre de mar que sabe andar por tierra, Baroja abofetea a sus lectores y no les deja dormir. Los jerifaltes nacionalistas saben que leerle y releerle vacuna contra la esclavitud de la parroquia, y le observan ceñudos. Baroja sonríe, pues quizá sabe que en España también hay ocasiones en que la obra literaria vale más que los sueños del inquisidor de turno. La reciente publicación de una biografía a cargo del barojiano Sánchez-Ostiz demuestra que también hoy la escritura y la lectura son una defensa contra la estupidez de los autos de fe.