Juan a secas
Actualizado: GuardarSe llama Juan y no sé mucho más que su nombre de pila. Sólo que a cualquier hora que uno cruce por su establecimiento de la Avenida ahí está. De noche a noche, vendiendo pan, promocionando sus torrijas caseras y haciendo bocatas reparadores, para los que trabajan o para los que salen a quemar la noche, que en eso del hambre no se puede hacer distinciones. Juan llama a algunos por su nombre y a otros les trata con la familiaridad del panadero de toda la vida de Dios, como dicen en Cádiz.
Eso es extraño para alguien llegado de una ciudad donde parece un delito dirigirte a un desconocido, a menos que sea usted nonagenario o desequilibrado con diagnóstico por escrito. En Madrid, uno casi se convierte en sospechoso de pedofilia si le pregunta a un niño su nombre.
En Cádiz, en cambio, uno puede sentarse en la parada del autobús y entablar un diálogo con cualquier desconocido. «Ay, cómo me duelen los pies. Es que vengo de ver a mi hermana, la pobre, la operaron de varices y está ahí sin poder moverse...». La conversación tal vez no sea demasiado instructiva e incluso podría calificarse de prescindible, pero siempre es mejor que una cara adusta y ese huir de la mirada ajena para no buscar problemas o pasar por pelma.
En las grandes urbes, uno se traga el comentario y sigue adelante, aunque arda en deseos de compartir el chisme con la concurrencia. Aquí, uno puede entrar donde Juan y preguntarle cómo va el partido que él ve de reojo, entre pedido y pedido. Y hasta te responde.