El Oratorio: origen de la Nación
Actualizado: GuardarEn todos los Estados y Naciones hay una serie de símbolos, una serie de emblemas que, de acuerdo con las imágenes que se quieren perpetuar como legítimas de sus respectivas identidades nacionales, actúan como iconos y referentes inequívocos de ellos mismos, soportan el paso del tiempo y, lo más interesante, se convierten en unos espacios de consenso donde todos los individuos de esa Nación o Estado se reconocen. Ahí tenemos los modelos que nos ofrecen, por ejemplo, la República Francesa, los Estados Unidos de América o los reinos de Dinamarca, Inglaterra, Holanda, Bélgica. La revolucionaria Bastilla, la hogareña Union Jack o las exóticas monarquías parlamentarias europeas, entre otras muchas cosas, vienen a servir como elementos de reconocimiento nacional, eso sí, desde el máximo respeto a la disidencia o la crítica democrática. Se trata de un reconocimiento parecido al que sufriría Máxima Zorriegueta, cuando bañada en lágrimas entraba en su fiesta nupcial, ahora como princesa de Holanda, al escuchar un tango argentino. La princesa plebeya se reconocía -curiosa paradoja del destino- en una música de su antigua patria.
En una sociedad tan anclada aún en formas y hábitos del pasado este proceso de reconocimiento nacional resulta especialmente complejo, aunque también es muy cierto que con los últimos gobiernos democráticos se han dado pasos de gigante, aunque siempre con demasiada cautela. Algo, por otra parte completamente normal, pues cualquier proceso de formación e identidad nacional necesita, como poco, tiempo y oportunidad, y mucho más después de haber salido de una larga dictadura. Pero también es cierto, que ahora los tiempos son otros y que debemos seguir explorando en el camino de la Democracia y de nuestra identidad y símbolos, donde reconocernos sin ningún tipo de temores o sospechas ideológicas, porque de lo que realmente estamos hablando es de los elementos que nos unen más allá de toda la pluralidad, diversidad y divergencia que, por higiene, democrática se debe preservar siempre, también como garantía de esa misma identidad.
Por todas estas razones y otras muchas que ahora no puedo exponer -la revisión de la historia, la justicia de la memoria, el crédito de la modernidad, la proyección de futuro cultural-, la oportunidad que nos brinda la celebración del Bicentenario Constitucional 1812-2012 es de una excepcionalidad magnífica para, desde la reivindicación de un pasado moderno, construir en esa Constitución de 1812 uno de esos emblemas donde reconocernos todos (ojo, ya sé que en el texto hay elementos hoy completamente inaceptables, pero no hay que olvidar lo que tiene de progresista y cambio respecto a los códigos políticos del Antiguo Régimen).
Y junto a ese texto constitucional, con todos sus achaques, resulta fundamental reivindicar el espacio en el que, a modo de Primer Parlamento de la Nación, se debatió, redactó y promulgó la Constitución de 1812. Ese espacio con forma de hemiciclo es el Oratorio de San Felipe, y el hecho de que podamos convertirlo en un lugar de culto del constitucionalismo español e iberoamericano, además de ser una operación de justa restitución de su pasado, es una extraordinaria noticia de presente y futuro para la Democracia española. Se trata de un espacio simbólico de donde emergen, desde el consenso y la discusión de las sesiones, la idea de España como Nación, y la idea del ciudadano libre frente al de súbdito de las épocas anteriores.
Es por ello que no me cabe en la cabeza la polémica de estos días -un debate algo reaccionario que me recuerda mucho a aquel Manifiesto de los Persas-, donde la noticia debería ser que ese espacio, para mí como español y hombre de progreso y diálogo, recupera para siempre el protagonismo, la brillantez política y la vanguardia intelectual que representara en aquellos agitados años de la Guerra de la Independencia para toda Europa y América. Esto es, que se restituya la memoria de una España que no fue, y que podía haber sido si se hubieran escuchado las voces más sensatas, cuyos ecos aún suenan en la cúpula elíptica de Oratorio de San Felipe, aunque muchos padezcan una implacable y mezquina sordera.
Me sorprende y asusta la falta de generosidad de algunas opiniones que se obstinan en no ayudar a restituir las voces de aquellos hombres que, como Argüelles, Arriza, Muñoz Torrero, el Conde de Toreno, Lequerica o Istúriz, entre otros muchos, dejaron lo mejor de sí mismos, para construir las bases de una España moderna, europea y tolerante, que no pudo ser entonces, pero con la que todos tenemos una seria deuda de gratitud.
Transformar para siempre -y digo bien, para siempre y no ocasionalmente- el Oratorio de San Felipe Neri en lo que fue en aquellos decisivos días es una tarea de justicia, además de servir para consolidar ese emblemático edificio como uno de los símbolos modernos de la tradición parlamentaria española y la mejor tradición liberal-nacionalista (la Institución Libre de Enseñanza), tantas veces callada en el exilio, frente a otros nefastos símbolos con los que siempre se ha identificado España: la Leyenda Negra, la Inquisición, la prostituta de la Celestina, el inframundo del Buscón de Quevedo, el oscurantismo de los cuadros de Zuloaga.
Las Cortes de Cádiz y el Oratorio de San Felipe son otros símbolos, otras luces, otra manera de vernos, y, como tales, son de todos. Por ello, la generosidad de la Iglesia y de la Junta de Andalucía, y el acuerdo para el traspaso de titularidad de este símbolo de la Nación son una buena noticia, a la que se deberían unir las otras instituciones públicas (Ayuntamiento, Universidad y Diputación) con esa misma generosidad y sin recelos que dañen la legitimidad de un proyecto de futuro que, entre otras muchas cosas, servirá para que en el Oratorio todos podamos sentirnos herederos de aquellos hombre que fundaron la Nación española.
Hagamos caso a la voz de Antonio Machado en sus Campos de Castilla, cuando dice «Aquella España de charanga y pandereta,/ cerrado y sacristía,/ devota de Frascuelo y de Maria,/ de espíritu burlón y alma quieta,/ ha de tener su mármol y su día/; y dejemos que sus versos, al menos por una vez, se hagan realidad y podamos construir entre todos un símbolo de esta España moderna que, quiero suponer, todos queremos.