Huelga del metal en Cádiz
La revolución vista desde Bahía Blanca
Un centenar de manifestantes se enfrenta a la Policía para reivindicar soluciones al conflicto del sector del metal ante la mirada nostálgica de otros tantos y la indiferencia del resto
En directo, la huelga de los trabajadores del Metal en la provincia de Cádiz

La nariz es la puerta preferida del recuerdo. Por el olfato se mete la memoria que se muere cualquiera de la pena. La mañana olía a goma quemada, a barricada de las buenas. La versión aguada del napalm con denominación de origen. Y a todo Cádiz, hasta a los niños que apenas lo vivieron, les vino a la cabeza todo aquello con un impulso eléctrico . La lavadora volante, el puente (sólo había uno) cortado y humeante, el policía de gris, marrón o azul parapetado, apuntando con un rifle de bolas y el rebelde con o sin causa con pañuelo sobre la cara , los siete de Puerto Real.
«Aprovecha y ve al Mercadona» gritan entre carcajadas -a un conductor que pide paso para ir a trabajar y protesta como una ursulina- los que miran desde la rotonda de los bomberos hacia la puerta de los astilleros de Cádiz . La carretera industrial está cortada desde hace tres horas. Si apenas queda industria, para qué una carretera. Clausurada desde las ocho de la mañana. Una concentración, dentro de la huelga indefinida, para pedir mejoras en el convenio del metal dio paso a una barricada. «Echa, echa disolvente ahí» se oía con claridad. Un buen principio.
Enseguida, las llamas. La columna de humo para que se vea la señal en toda la Bahía . Como el aviso de Batman al cielo pero estilo proletario Sur de Europa. Se ve desde todas partes. Que ya estamos otra vez, es lo que dice el mensaje, el mismo desde 1975 con algunos años de tregua. La gente se ha preparado. Está avisada. Recupera el placer del paseo madrugador en mayor número, si cabe. Hay más bicis y patinetes, si caben. Muchos salen un poco antes de casa. Saben las rutas que deben evitar, el vecindario está entrenado hace cuatro décadas. El caos es casi el rutinario. El tráfico se ralentiza mientras desde la acera lo miran con un reproche: «Para qué coges hoy el coche». La inmensa mayoría asiste a la escena (miles de vídeos y fotos particulares rulan desde primera hora) con resignación pagana o de las otras. Aparece la Policía.
Con esas formaciones que recuerdan a las películas de romanos avanzan por la carretera industrial hacia la pira, ubicada justo en el pórtico de Astilleros. Un tercer grupo se aposta en la nueva gasolinera ¿cuánto combustible debe estar ahí abajo, justo donde la hoguera? Empieza el intercambio de lanzamientos. Al recuerdo del olfato se añade la banda sonora, el petardazo leve y seco de las pelotas, el tintineo metálico de los tornillos que vuelan, el rumor de las piedras cuando ruedan después de volar ¿Dónde hemos oído eso antes?
Tras dos primeras horas de llamas, humo y lanzamientos varios, la tensión crece . La Policía avanza y los manifestantes se hacen fuertes en la puerta auxiliar de Astilleros, la que da a la zona de aparcamientos de los trabajadores. Suben el ruido, el olor, los cánticos, aquellos eslóganes convertidos en estribillos «si esto no se arregla, guerra, guerra, guerra». «Aquí sigue, aquí queda, es la lucha obrera». Se oyen frases sueltas que hablan de futuro, de hijos, de pan. Suenan como las viejas coplas de Carnaval o de las folclóricas, a tiempo pasado por más que sentidas, sensatas y reales. Unos 300 manifestantes están dentro de Astilleros, usando las vallas, la puerta, como baluarte que refuerzan con paneles, con restos. Atrincherados. Desde ahí, de vez en cuando, algún grito, algún lanzamiento.
Aparece una manguera, no se sabe de dónde, el chorro hace parábola desde la factoría hasta la carretera industrial, ya perdida de restos . No llega a la Policía pero al menos aplaca las fogatas. Luego vuelven a crecer el ruido, el fuego, la rabia de unos pocos ante la mirada de muchos. Alguna pelota de goma para recordar que la autoridad sigue ahí. Los manifestantes más insistentes en la violencia son un tercio de los que están dentro de la factoría. Unos cien. Las dos partes restantes aguardan decenas de metros atrás, entre los coches aparcados, en corrillos expectantes. Se les ve perfectamente desde la tribuna alta que se ha improvisado a solo unos cien metros pero a mucha altura, en el barrio de los que no comprenden a los incomprendidos o incomprensibles.
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Pan no, circo
Bahía Blanca es lo último que se puede parecer a un barrio bien en Cádiz, en una ciudad donde los barrios de cualquier condición se confunden y se pisan unos a otros apretados por la falta de suelo y el exceso de mar. Es una zona elevada (conviene que los símbolos acompañen a los hechos) y está situada justo encima de Astilleros. Asomados a su muralla, como en una tribuna, como en una grada de una sola fila, hay tantas personas como dentro del centro de trabajo reconvertido en fortín.
Hay tantos mirando como protestando. En chándal, con los auriculares inalámbricos, con la bici o la moto aparcadas, con el casco aún puesto. Observan la situación como un espectáculo . Algunos hasta pican algo, los menos. Otros pasan asustados, pocos. Casi todos se quedan, quietos, callados, fijos. Cuando se reúnen dos o tres, hay comentarios de todas hechuras. Que si hacen bien en luchar por lo poco que queda, que si para qué, que si así no, que si sólo así hay esperanza, que si los mismos de siempre, que si lo mismo de siempre...
Una redactora de televisión debe dar explicaciones a un espectador (de los incidentes y quizás de tele, también). Ella recuerda que también es trabajadora, que comparte mucho de los que piden, que le preocupa hacia dónde va Cádiz en esa decadencia que comenzó hace dos siglos y no toca fondo. Los medios no son bien recibidos por muchos de los observadores de esta atalaya . Muchos congregados comparten las exigencias de mejores condiciones laborales de los de abajo. La situación, al menos entre las 10 y las 13 horas, al menos en Bahía Blanca Stadium, no pasa de un reflexivo y respetuoso debate.
A las 11.20 la refriega vuelve a subir de temperatura. Los lanzamientos de objetos se multiplican . Los de bolas, de vez en cuando para advertir. En ese momento, una parte de la grada, desde la muralla, empieza a dar palmas y ánimos a los concentrados en la factoría, que les responden. Telecomunión obrera. Los partidarios de la lucha en Bahía Blanca no son vecinos del barrio, faltaría. Están allí dicen «porque han cortado la carretera industrial antes de que pudiéramos llegar y nos hemos tenido que quedar aquí, pero ahora bajamos». Mientras, tiran de móvil y de vítores.
La nostalgia es muy mentirosa. El tiempo disfraza cada gesto. Hay barricadas y llamas, neumáticos incendiados, pelotas de goma, destrozos, gritos y consignas, pero la actitud de casi todos, la aptitud de muchos, la relación de fuerzas es muy distinta . La ciudad ha cambiado. Los trabajadores de la industria del metal ya son muy pocos, los manifestantes, aún menos. Los violentos, decenas. Los que les miran por encima de la muralla y del hombro, los que viven en el mirador y suelen ver el miedo de lejos, los que les consideran vagos, pseudoterroristas, parásitos sindicales. Los que creen que todos les deben paga y piso son tan escasos en números como los que creen que todos quieren robarle su comodidad hereditaria y tramposa. Los que viven en Bahía Blanca son unos cientos, como los que están en la factoría.
Arriba y abajo fue una gran serie, una gran metáfora, pero ha envejecido mal como ejemplo para 2021 por más que la altura de Bahía Blanca, con los astilleros a sus pies, la pusiera a huevo. En los tiempos del vídeo compartido, la ropa de marca y la foto voladora, la lucha de clases parece un chascarrillo . Ni los ricos ni los pobres suelen ejercer ya. Tienen que esforzarse en el atuendo para que se les distinga. Unos se marcharon, porque la ciudad olía a menú del día, a viejo, a cerrado. Otros por la falta de oportunidades o porque no abundan los atajos para el mercado laboral o para poder darse un puchero diario.
Ahora, tanto tiempo después de aquellas revueltas de los 70 y los 80, se han convertido en absoluta, imponente, mayoría los jubilados, prejubilados, funcionarios, profesionales, estudiantes y aspirantes que pasan por allí con su móvil, su bici, su andador, sus pañales o su chándal , los pocos que van o vienen de trabajar, los muchos de paseo, de llevar al colegio, los que miran, dicen, opinan, se asustan o se molestan por la grosera interrupción de su rutina. Hasta la próxima.
Total. Los olores son los mismos. El fuego no cambia de aspecto ni las pelotas de goma suenan de otra forma. Es lo de siempre. Unos pocos dicen que algo hay que hacer, ruido por lo menos, que la ciudad se les muere. Otros pocos, dicen que esos semidelincuentes son los únicos responsables de su desgracia mayor o menor, presente o futura, que no es para tanto. El resto, los demás se paran un rato y siguen camino. Saben que va a ganar los mismos que hace 30 siglos ó 30 años y que todo esto se olvida a los 30 minutos.
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