OBITUARIO

El gran embajador de Jerez

Manuel Domecq Zurita fue el más reconocido, el más querido y uno de los mejores profesionales de cuantos ejercieron la impagable labor de representación de nuestra tierra, nuestras empresas y nuestra cultura durante el siglo XX

Manuel Domecq Zurita

J. Manuel Entrecanales Domecq

El viernes 12 de febrero murió Manuel Domecq Zurita , además de una persona querida y admirada por cuantos le conocíamos, uno de los últimos, si no el último, gran embajador de Jerez del siglo pasado .

Fueron, más o menos, siglo y medio –desde principios del siglo XIX hasta finales del XX– de esplendor económico, cultural y social, que llevaron a Jerez de la Frontera a niveles inéditos de reconocimiento mundial. En ese periodo, las viejas familias descendientes de los conquistadores de esos territorios en el periodo de ocupación musulmana, asentadas en Jerez desde hacía más de setecientos años, se entremezclaron con las nuevas familias empresariales del vino, creando un entorno de pujanza económica, progreso social y atractivo cultural –a menudo costumbrista– de trascendencia global.

Jerez fue durante décadas una ciudad casi mítica. Y lo fue, creo, porque confluyeron la pujanza económica de la industria del vino con muchos siglos de cultura y tradiciones que permitieron dar un uso generalmente sensato, digno e inteligente a esa gran explosión de riqueza. Así, puesto en el contexto de la época, Jerez y su entorno se convirtió en una de las zonas de mayor progreso, cohesión y armonía social de nuestro país .

Pero además la exportación del vino obligaba a una permanente exposición internacional de nuestros productos. Para ello no solo había que viajar, también había que atraer y fomentar la visita de nuestros clientes y, cómo no, potenciar la mística de nuestras tradiciones, nuestra historia, nuestras costumbres y, en definitiva, el conjunto de valores tangibles e inmateriales que nos hiciesen únicos.

Y claro, para esa labor eran necesarios embajadores, representantes y anfitriones, en los que confluyese el conjunto de virtudes que queríamos trasmitir de nuestra tierra, de nuestra sociedad y de nuestra industria vitivinícola. Debían ser gente políglota, cosmopolita, culta, inteligente, amena, seria, honrada y, sobre todo, incansable . Al fin y al cabo, un embajador debe representar lo mejor de una sociedad y estar a la altura de lo que eso conlleva es, sin duda, un enorme esfuerzo.

Y qué duda cabe que hubo muchos, pero seguramente fue Manuel Domecq Zurita el más reconocido, el más querido, el más admirado y una de los mejores profesionales de cuantos ejercieron esa impagable labor de representación de nuestras empresas, nuestra ciudad y nuestra cultura a lo largo del siglo XX.

Pero más importante aún que el perfil público es su aspecto humano, sobre todo tratándose de una persona a la que tanto quise y tanto admiré.

Desde pequeño estuvo muy presente en mi vida porque, en una familia en la que faltaba el padre –la de mi madre– Tío Manolo a menudo actuaba de cabeza de la familia y como tal, digamos que tenía una legitimidad especial para supervisar la formación humana y académica de los sobrinos y especialmente la mía, su ahijado.

Así, cuando nos veíamos –que era bastante porque en esa época pasábamos largas temporadas en Jerez– siempre me sometía a una suerte de examen de 360º sobre personalidad, formación, conocimiento de mis raíces, trato con la gente –especialmente con mi madre– y cualquier otro asunto que pudiese resultar relevante en la educación de un niño.

La verdad es que no me molestaba porque, si en algo consideraba que no cumplía con sus expectativas, no me reñía, simplemente indicaba el camino que él consideraba correcto o como debía variar mi conducta para estar a la altura de lo que, al parecer, eran sus expectativas sobre mi persona. Y supongo que tenía expectativas porque se consideraba fiduciario de unos valores, cuya trascendencia generacional debía procurar.

A menudo acababa sus disquisiciones con una frase que resumía sucintamente su visión de la vida: « Domecq obliga, querido sobrino », haciendo alusión al lema del escudo de armas, pero, sobre todo, poniendo de manifiesto un afán constante de superación en lo que consideraba eran sus obligaciones profesionales, sociales, éticas o morales.

Eran las obligaciones que derivan de intentar ser, en todo momento, coherente con sus valores : el trabajo, la honestidad, el comportamiento digno, la caridad, el respeto, la actitud siempre alegre, la inquietud por aprender o la capacidad de disfrutar de las cosas pequeñas de la vida.

En definitiva, ser una buena persona . Eso persiguió toda su vida tío Manolo y, como todos, seguramente no lo consiguió hasta el punto que le hubiera gustado, pero desde luego, más que casi ninguna otra que yo haya conocido.

Por eso era tan carismático . Y dice la RAE que «carisma» es «la especial capacidad de algunas personas para atraer y fascinar». Esa sin duda la tenía. Pero también dice que es un «don gratuito que Dios concede a algunas personas en beneficio de la comunidad». Pues los «beneficiarios de la comunidad», damos fe de que tenía ese don. No creo que Dios se lo concediese gratuitamente porque cada día de su vida se esforzó por ser mejor persona . Lo que si le dio gratuitamente fue el talento para conseguirlo. Seguro que por eso le estaba tan agradecido y le quería tanto.

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