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María Pico

julio malo de molina
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Se llamaba María Malo de Molina y Pico pero la conocían como María Pico, tal vez por su singularidad en el seno de nuestro dilatado clan, y por conservar el apellido genovés de su madre que los demás hemos ido perdiendo. Era la hermana chica de mi abuelo y vivía sola en Madrid, anciana bellísima y deliciosamente majareta. Yo convivía con mis abuelos y los viernes ella almorzaba con nosotros e invariablemente se peleaba ardorosamente con su hermano en tan banales como divertidas disputas de ancianos ingeniosos y sarcásticos. Luego solía acercarla a su casa en mi «seita» (nombre popular del Seat 600 de la época). Era enjuta, de una sencilla elegancia y muy alta, sus pupilas de puro claras parecían trasparentes y el abundante pelo banco, nieve recién caída. Disfrutaba su compañía y más que una pesada obligación resultaba grato ese viaje de cada viernes, ella no paraba de hablar para quebrar su soledad cotidiana, pero mudaba el tono de las disputas con mi abuelo, era realmente muy amena y me alegraba sentir cómo disfrutaba la complacida atención. En los relatos recuperaba su edad feliz en Bilbao: las regatas en el Real Sporting Club de Nervión, las tardes de fina lluvia en el Café Boulevard del Arenal, las bulliciosas fiestas nocturnas. Tanto me atrapaban sus relatos que por escuchar una vez me salté un semáforo y por poco colisiono con otro coche y arremeto contra un comercio. Me detuvo un guardia con intención de cumplir el protocolo de represión al infractor, pero tal fue la escandalera armada por tía María que el agente prefirió dejarnos y continuamos nuestra ruta mientras ella deploraba la supuesta crueldad de los guardias urbanos que no respetan la cándida inocencia de su adorable sobrino. Cuando regresé a casa encontré a mis abuelos alarmados por el suceso, pues tía María no había podido reprimir su indignación por el trato supuestamente vejatorio del infame policía.

Pobre tía María Pico, la melancolía y el desasosiego podían leerse en los rasgos de un rostro tan hermoso, terso y dulcemente pálido. No había conseguido casarse, porque fue demasiado guapa, inteligente y culta, y había sufrido el castigo reservado a las solteronas en una sociedad muy machista: la soledad y la marginación. El torpe aleteo de las desgastadas teclas de su destartalado y desafinado piano delataban una profunda tristeza al compás del temblor de sus finos y largos dedos. Me recuerda el comienzo de la novela autobiográfica ‘Out of Africa’ –en castellano, ‘Memorias de África’– de la escritora danesa Karen Blixen, que lleva con éxito al cine Sidney Polack en 1985 con Meryl Streep, y Robert Redford en el papel del aventurero Denys Finch Hatton. Karen propone matrimonio de interés a un barón arruinado y le confiesa: «No consigo casarme y ya sabes cuál es el castigo: las señoritas no salen». Carlos Marx escribió que la explotación más elemental y el origen de las restantes es la que el hombre ejerce sobre la mujer. Sostenía Jack London: «El hombre se distingue de todos los demás animales por ser el único que maltrata a su hembra». Tía María se apagó ya nonagenaria y cuentan que en su agonía pronunció algunas palabras en euskera, lengua que me confesaba no recodar en lo más mínimo, seguramente en aquel momento pudo ver al aña cuando peinaba su lindo pelo rubio para salir a pasear entre todos los colores del verde de la primavera en el país del Bidasoa.