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Brotes

ramón pérez montero
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Escucho quejas en la Red acerca de la mínima repulsa social que, en opinión de quienes así lo lamentan, ha merecido la muerte del profesor barcelonés a manos de un alumno. Como miembro de este gremio no puedo menos que sentir en mis carnes todo tipo de agresión hacia la clase docente, pero no creo que nuestro ejercicio profesional conlleve más riesgo vital que, pongamos por caso, un obrero de la construcción, ni que casos lamentables, y afortunadamente excepcionales, como este deban ser motivo de manifestaciones de duelo nacional.

Soy de la opinión de que cada sociedad, como cada persona, excepto que el azar no disponga lo contrario, obtiene de la vida una retribución acorde a su modelo de comportamiento.

Estoy convencido de que la vida misma se origina en el caos, que el orden no garantiza el equilibrio, pero habitar en un desorden permanente suele ponernos en el camino corto hacia la desgracia. Y observo que nuestra sociedad empieza a sentirse cómoda en el desorden.

Con orden no me quiero referir a rigidez ni a autoritarismo. Estas son las fórmulas de la desesperación que tratan de aplicar quienes nos gobiernan pensando que la solución de los problemas pasa por reprimir las consecuencias antes que corregir las causas. En sentido global vivimos en un mundo cautivo en una dinámica de retroalimentación positiva en la búsqueda permanente del máximo beneficio económico y eso sólo puede conducir a la catástrofe. En el terreno nacional, el contagio de esa misma ambición incluso en quienes ven en la política una forma fácil de enriquecerse, la gangrena social que supone un índice de desempleo que debería, cuando menos, sonrojar a quienes administran el Estado y, para los jóvenes, un futuro donde la vida paradisíaca prometida entra en abierto conflicto con la dura realidad, suponen terreno abonado para el surgimiento espontáneo de los brotes psicóticos.

Porque así han calificado los psiquiatras al motivo que ha llevado al alumno de la ballesta casera a cometer su fechoría: brote psicótico. Nuestros cerebros son sistemas complejos y, como tales, deben vivir permanentemente al borde del caos. La familia, la educación, un mínimo conjunto de valores éticos, los imperativos sociales, el espíritu colaborativo de la especie humana y nuestra demostrada capacidad genética de compadecernos de los demás constituyen los diques naturales que deben impedir, no siempre por completo, pero sí un exceso de estos brotes malignos.

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