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El profesor Peter Piot, uno de los descubridores del virus del ébola, dirige actualmente la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres. :: AFP
Sociedad

En el río de la muerte

El microbiólogo Peter Piot se jugó la vida al aislar un nuevo virus en 1976. Acabó bautizándolo ébola

RAFA RODRIGO
BILBAO.Actualizado:

«¡Maldición! Ya está, se acabó». Cuando el profesor Peter Piot notó la fiebre, las jaquecas y empezó a tener fuertes diarreas, sintió que no le quedaba mucho por vivir. Estaba en Yambuku (antiguo Zaire), y aquellos eran los síntomas del ébola. Se encerró en su cuarto esperando lo peor: sabía a lo que se enfrentaba y que no podía hacer nada. Tenía 27 años. Afortunadamente para él, sólo fue una infección intestinal.

Piot, que hoy tiene 65 años, es un microbiólogo belga miembro del equipo que descubrió el terrible virus en 1976, y de la primera misión médica que viajó entonces a África para averiguar qué era aquella misteriosa enfermedad que hacía reventar el cuerpo por dentro, y así tratar de contenerla. Tras pasar las últimas tres décadas luchando contra el sida -ha sido director de ONUSIDA-, este intrépido investigador nunca imaginó que 'su' ébola llegaría a ser un «gran problema» en comparación con el VIH o la malaria. «En junio empecé a tener claro que sucedía algo muy diferente con este brote», relata. En ese momento, Médicos Sin Fronteras hizo saltar todas las alarmas por ébola en África occidental. «Los flamencos solemos ser bastante impasibles, pero ahí empecé a preocuparme de verdad», confiesa Piot, que evoca con precisión cómo comenzó su vínculo con el virus hace casi 40 años.

«Lo recuerdo perfectamente». Un día de septiembre de 1976, un piloto de la aerolínea Sabena llevó al pequeño laboratorio de Antwerp (Bélgica), donde trabajaba Piot, un reluciente termo azul y una carta de un doctor de Kinshasa, en lo que antes era el Zaire. En el termo, explicaba el texto, había una muestra de sangre de una monja belga que había caído repentinamente enferma de un mal misterioso en Yambuku, una remota aldea al norte del país. «Nos pidió que analizásemos la muestra en busca de fiebre amarilla», cuenta Piot, entonces totalmente inconsciente «de lo peligroso que era el virus» al que se enfrentaban. Al abrir el recipiente, la mayor parte del hielo que contenía se había derretido, y uno de los viales estaba roto. Los trozos de cristal nadaban en una mezcla de sangre y agua helada. «Sólo llevábamos nuestras batas blancas y guantes de látex -rememora-, y tras pescar intacto el otro tubo analizamos la sangre buscando patógenos según los métodos estándar de la época».

Sin saber que estaban jugando con la muerte, el equipo descartó la fiebre amarilla, la tifoidea, la fiebre de Lassa. ¿Qué podía ser entonces? Para entonces, la monja belga ya había muerto, y empezaban a llegar nuevas muestras desde Kinshasa. La única esperanza para conocer aquella enfermedad era aislar el virus de la sangre, y lo intentaron inyectándolo en ratones y otros animales de laboratorio. Durante varios días no sucedió nada. «Pensamos que quizás el patógeno se había dañado porque el termo no conservó el frío lo suficiente», explica Piot. Pero, entonces, los animales empezaron a morir uno tras otro. «Comenzamos a darnos cuenta de que la muestra de sangre contenía algo muy letal», recuerda. Incluso frente a semejante panorama, la investigación no estuvo exenta de sustos: cuando se les ordenó enviar todas las muestras a un laboratorio de alta seguridad en Inglaterra -ya que en Bélgica no había ninguno-, el jefe de Piot quiso continuar la investigación a cualquier precio «para que nuestro trabajo diese resultados». Cogió un vial que contenía el virus para poder seguir examinándolo, pero le temblaron las manos y lo dejó caer sobre el pie de un compañero. El vial se rompió. «Lo único que pensé fue: 'mierda'. Desinfectamos todo inmediatamente y, por suerte, nuestro colega llevaba gruesos zapatos de cuero. No pasó nada», rememora aliviado el belga.

Sentirse como Tintín

Finalmente, gracias a un microscopio electrónico, lograron crear una imagen del virus. «Lo primero que pensamos fue '¿qué narices es eso?'», describe Piot. Lo que habían estado buscando era muy grande, alargado y con forma de gusano. No tenía similitudes con la fiebre amarilla. Es más, se parecía al extremadamente peligroso virus de Marburgo que, al igual que el ébola, causa fiebre hemorrágica. En los 60, este microbio mató a varios trabajadores de un laboratorio de Marburgo, Alemania, aunque fue el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de EE UU quien determinó poco después que aquello no era el temido virus alemán, sino un patógeno desconocido emparentado con él.

Al mismo tiempo, el equipo se enteró que en la zona de Yambuku ya habían fallecido centenares de personas por el enigmático virus. Finalmente, el Gobierno belga decidió enviar un equipo a la zona de Yambuku, donde las compañeras de la monja fallecida, todas belgas, dirigían un pequeño hospital. «Me presenté voluntario inmediatamente -recuerda ilusionado Peter Piot-. Tenía 27 años y me sentí como Tintín, el héroe de mi infancia. Aunque también me intoxicó la oportunidad de poder investigar algo totalmente nuevo». Al llegar, la situación era caótica. Cientos de personas estaban infectadas con aquel misterioso mal que las postraba en cama, víctimas de terribles dolores y hemorragias internas que terminaban con la muerte del paciente. Pero el equipo no tenía ni la más remota idea de que aquel virus se transmitía a través de los fluidos corporales. «Podían ser los mosquitos», se excusa el científico. Usaban trajes protectores y guantes de goma, y Piot incluso pidió «prestadas unas gafas de moto para proteger los ojos».

Poco después descubrieron que el virus había salido del hospital, donde las monjas ponían habitualmente inyecciones de vitaminas a las embarazadas usando agujas sin esterilizar. Así infectaron a muchas jóvenes de Yambuku con el ébola. «Reprochamos a las monjas el terrible error que habían cometido -relata enfadado Piot-, pero con el tiempo siento que fuimos demasiado delicados al escoger las palabras». No es para menos. Las clínicas que no respetan las normas de higiene han servido como catalizadores en todos los demás brotes de ébola, acelerando su difusión de manera drástica, o bien haciendo posible la propagación en primer lugar. Desgraciadamente, al principio de la epidemia los hospitales desempeñaron este infame papel.

Los médicos de la expedición fueron entonces conscientes de lo fácil que era contagiarse del terrible mal. «Tomé muestras de sangre de una decena de pacientes, siempre preocupado por si me clavaba la aguja accidentalmente y me infectaba» cuenta el profesor. Cuando empezó a desarrollar los síntomas, Piot no dudó y se aisló, consciente de que nada más podía hacer. «Por supuesto que no dormí nada, pero afortunadamente empecé a sentirme mejor», narra con el alivio de quien se cree muerto y vuelve a la vida. «En realidad, esto es lo mejor que puede pasar: mirar a la muerte a los ojos y sobrevivir. Cambió mi forma de ver la vida en ese momento» zanja el investigador.

Ya sólo quedaba una cosa por hacer: bautizar al asesino. Toda la expedición concordaba en no llamar al nuevo patógeno 'virus de Yambuku', ya que estigmatizaría a la región para siempre. Piot hace memoria: «Aquella noche nos quedamos hablando hasta tarde -habíamos tomado un par de copas- sobre la cuestión del nombre». En la pared había un mapa de la zona, y decidieron darle a la enfermedad el nombre del río más cercano. El río Ébola. «Así que hacia las tres o cuatro de la madrugada dimos con el nombre», describe Piot. Lo que no supieron hasta más tarde era que aquel mapa era incorrecto, el río más próximo a Yambuku era otro. «Pero. ¿Ébola es un bonito nombre, no?».