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Las torres y el carbón

JOSÉ MANUEL HESLE
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Era el 68 y mayo. No estaba en París, ni era estudiante de la Sorbona. Me encontraba en el lugar más castigado del extramuro gaditano y acababa de entrar en 1º del que fuera bachillerato elemental. Mi pasión por el dibujo devino en la encomienda de uno sobre aquello que considerase más llamativo de mi barrio. Y heme aquí, con la ventana de mi casa -la que da a los marineros- de par en par y enmarcando la colosal estructura del tendido eléctrico, a cuyos pies me había habituado a vivir. Concentrado en los detalles, escaneaba con la mirada cada rincón de su fisonomía; la base a modo de peana, el mástil más ancho en su parte baja y doblemente reforzado hasta llegar al talle en que se hacía más esbelto y liviano; sobre él, la cruceta que soporta los cables y, en lo alto, un balcón con pararrayos y luces de localización aérea. Una escalera serpenteaba por su interior. Nunca la vi aislada sino haciendo juego con su doble puertorrealeña. A la de Cádiz, la acompañaba de dos humeantes chimeneas unidas por un zigzag de cintas transportadoras; aquellas que desde el muelle de Zona Franca trasladaban el carbón hasta acopiarlo en un solar contiguo creando una gigantesca montaña que superaba las tapias del recinto fiscal y de ahí hasta las calderas de la térmica. El carbón era como una harina negra que el viento de Cádiz, cuando se hace levantera, espolvoreaba sobre cuanto había alrededor; nosotros y nuestras casas. Un polvo tóxico que no podíamos evitar inhalar y que se hacía más insoportable en los meses del verano. Mineros parecíamos.

Manteníamos con la torre una innegable relación de amor-odio; nos embelesaba su magnitud y detestábamos la condición de cooperadora necesaria que mantenía con aquella térmica que tantísimos sobresaltos y malestar nos procurase. Relación que solo comenzó a mejorar cuando -como resultado del clamor vecinal- en el 69 el gasóleo sustituye al dañino combustible con el que enciende sus calderas en el 57; más tarde, en 2001, cuando la instalación comienza a ser demolida y, por último, tras la enésima reivindicación ciudadana que logra, en 2005, evitar que la industria vuelva a levantarse.

Mi dibujo acabó convirtiéndose en el logotipo de la nueva parroquia, instituida en 1968, y las torres declaradas BIC en 2007.

Ahora que, gracias al empeño de Julio Malo, la mirada de los gaditanos está a punto de redescubrir tan singulares hitos, convendría considerar que, además de bellas obras de ingeniería representativas del Movimiento Moderno, fueron testigos de las penalidades a las que, durante algo más de cuatro décadas, se sometiera a quiénes residíamos en este recóndito lugar.