ESPAÑA

Final triste para un líder

De Alberto Ruiz-Gallardón siempre se supo que era conservador, pero caía mejor a los sectores de la izquierda

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La política es, más incluso que el arte de lo imposible, la gran máquina de dar sorpresas. Nadie podía explicarse que Churchill, el gran estadista triunfante de la II Guerra Mundial, perdiese las elecciones en el Reino Unido, el país al que acababa de sacar si no indemne, sí menos afectado por los combates. Guardando las distancias, es la misma sorpresa que acaba de propiciar la caída con todo el estrépito y ningún honor de Alberto Ruiz-Gallardón desde su poltrona en el Ministerio de Justicia y, por extensión, del pedestal a que parecía tenerle destinado desde hace años la política española.

Ruiz-Gallardón fue -y el tiempo dirá si volverá a ser, porque eso en política es posible aunque no parezca probable- el político más prometedor de la derecha española durante muchos años. Ningún otro nombre parecía tan claramente predestinado a acceder a tan altas cotas de poder. Su sólida preparación, la influencia de su entorno, la simpatía personal que resultaba arrolladora, y su indisimulada ambición, le tenían predestinado. Se sabía que era muy conservador, lo había dicho en público su padre alguna vez y sin embargo caía mejor en ámbitos de la izquierda que de la derecha.

A la derecha arcaizante le daba miedo su afabilidad con los adversarios y su predisposición al diálogo y la negociación. En la Presidencia de la Comunidad de Madrid hizo un buen trabajo de práctica democrática. Decidía con energía pero antes escuchaba y a menudo cedía en pequeñas cosas ante los planteamientos de la oposición. Tenía muchos amigos personales, no todos muy recomendables para su imagen política y tenía bien cubierto el cupo de enemigos políticos, en su mayor parte entre sus compañeros de partido, que veían con recelo sus ambiciones y su decisión de no esperar a que se las trajesen los Reyes Magos en una cestita de mimbre.

Nada que no sea normal en los partidos, nada que no aparezca en la biografía de cualquier político con cualidades, ganas y buenos augurios. Se le atribuían ambiciones prematuras que no gustaban a su jefe, Mariano Rajoy, de quien en múltiples ocasiones se vislumbraba como delfín. Jugaba con la ventaja de estar bien visto por la izquierda aunque era evidente que esas mismas simpatías le enfrentaban con el sector más conservador y más próximo a las exigencias de la Conferencia Episcopal. Pero a ese rechazo de una parte de los suyos nadie le daba importancia. Es un voto cautivo, en España no hay un partido ultra, se decía.

Obras faraónicas

En la Alcaldía de Madrid emprendió obras notables encaminadas a cambiar la fisonomía de la ciudad, algunas de corte faraónico que dejaron a la ciudad empeñada hasta en el oxígeno y con el récord poco honorable de ser la capital más endeudada de Europa. La elección de Ana Botella como segunda de su lista fue contemplada por muchos como un gesto encaminado a congraciarse con la extrema derecha madrileña. Cuando el PP ganó las últimas elecciones, no sorprendió que Rajoy lo llamase a su equipo, pero sí que se le atribuyese un ministerio tan gris y poco adecuado para ser utilizado como plataforma política con más altas miras.

Todo discurrió con cierta normalidad, desde Ministerio de Justicia, como el de las tasas judiciales, surgieron algunos proyectos de ley que crearon polémica aunque ninguna que alterase la actividad cotidiana ni que viniese a empañar más aún el complicado panorama político nacional ya de por sí bastante embarrado. Hasta que entró en la polémica la ley de reforma del aborto, innecesario según el grueso de la opinión pública, y muy regresiva en sus planteamientos, demasiado condescendiente con las exigencias de los ultracatólicos y, según los expertos, muy lesiva para los intereses electorales del partido a pocos meses de dos convocatorias importantes a las urnas.

Alberto Ruiz-Gallardón se quedó solo en defensa de su proyecto, humillado frente a un amplio sector de la opinión pública, de una buena parte de su partido y de la desautorización de Mariano Rajoy, que habla poco pero actúa sin inmutarse. La alternativa que le quedaba no ofrecía dudas: dimitir, pero con la agravante de que su dimisión le invalida por mucho tiempo para volver a intentarlo como el líder de un centro derecha liberal. Hoy Ruiz-Gallardón es un líder frustrado, caído desde el pedestal de sus propios errores.