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Una veintena de familias jóvenes okupan un edificio de Chiclana

En total son unas 60 personas las que viven desde hace un mes en un edificio de la carretera de Medina

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Hace aproximadamente un mes Lourdes se plantó. Se cansó de dormir hacinada en un dormitorio con 10 personas más. De compartir la casa de su madre, de cuatro dormitorios y dos cuartos de baño, con el resto de sus hermanos, parejas e hijos de éstos. Se hartó de que ni su novio ni ella tengan trabajo, de no haber cotizado ni un día a la Seguridad Social. Dijo basta a no tener ni casa, ni dinero, ni futuro para su hijo de seis años y para el otro que viene en camino. A sus cortos 20 años, Lourdes parece venir ya de vuelta de todo. Cansada de «no existir para nadie», dio el paso y okupó una vivienda de una promoción de la carretera de Medina, el número 100. No estaba sola, de hecho sostiene que ni ella ni su pareja han forzado puerta alguna. Cuando llegaron, otros lo habían hecho. Burlaron el portón de acceso a un edificio en obras abandonado a su suerte desde hace años. Dentro se encontraron las llaves de las 20 viviendas que lo conforman. Ese fue el arranque de lo que hoy es un edificio okupa en el que vive la familia de Lourdes junto a otras 19 más. En total son unas 60 personas, todas con un perfil muy concreto: parejas jóvenes de entre 18 y 30 años, sin trabajo ni recursos económicos y con hijos a su cargo que han decidido tomarse la justicia por su mano y ocupar una de esas promociones de Chiclana que la crisis dejó congelada en un limbo conformado por constructoras arruinadas y embargadas.

Es difícil tener miedo cuando ya no tienes nada que perder. Aunque su madre la anime a no doblarse, Lourdes lo tiene. Se divide entre ese sentimiento y la valentía a hacer frente a los hechos que se puedan sobrevenir por su decisión. «Yo lo que no quiero es que los Servicios Sociales me quiten a mi hijo», reconoce con voz entrecortada en varios momentos de la entrevista. Es laborable por la mañana y el edificio está prácticamente vacío. El resto de personas que okupan el inmueble, entre ellos su pareja, están fuera «buscándose la vida en lo que pueden». Y por ese pueden está la venta de chatarra o cualquier otra actividad sumergida que les dé para lo mínimo de subsistencia. Al calor de las preguntas, se acerca Rocío, otra okupa. Su caso es similar al Lourdes. Tiene 18 años y vive con su pareja y su hijo de dos años en uno de los bajos del inmueble. Reconce que lo hizo «por desesperación e impotencia».

Ahora es su vecina, conversan mientras que la segunda descansa en una silla de playa en la puerta de ‘su’ vivienda. «En menos de un mes salgo de cuentas», explica Lourdes con gesto de preocupación mientras se señala su incipiente barriga. Es su madre Carmen la que les ayuda a salir adelante. «Yo la empujé a hacerlo y soy la que le animo todos los días para que siga, esto es lo más parecido a un hogar que ha tenido nunca», reconoce la chiclanera, de 51 años. Todos los días les acerca comida y agua.

Y es que las 20 familias consiguieron solventar la cuestión de la luz gracias a que pudieron engancharse a la instalación de obra con la que aún contaba el inmueble. «Para tener agua es necesario partir la acerca y hacer la conexión y a eso ya no se atreve nadie», reconoce Lourdes. Por ello, subsisten con garrafas de agua. En el interior de las viviendas, que estaban prácticamente listas para entregar, cada cual ha adaptado las estancias a su forma. «Hemos cogido muebles prestados, cosas que nos han dado o del punto limpio de Chiclana», explica Rocío. En el caso de Lourdes, Carmen se ha volcado con la vivienda a la que le ha improvisado una cocina y donde ha preparado con mimo la habitación de su nieto. «Cuando llegue el segundo le prepararemos también sus cosas», explica.

Un vecindario dividido

Tanto Rocío como Lourdes reconocen que la relación con los vecinos «es buena». «Nosotros no damos ni buscamos problemas», advierte. Salvo una reyerta en la que tuvo que intervenir la Guardia Civil, alertada por los vecinos: «Fue cuando unos gitanos intentaron entrar en el edificio, pero no había sitio ya estaban todas las casas okupadas». En esa ocasión, según relata la joven, los agentes se limitaron a pacificar los ánimos. «Nos explicaron que hasta el propietario no interponga una denuncia, no nos van a hacer nada. Se han portado muy bien con nosotros», explica Lourdes con nerviosismo.

Solos y sin recursos

De hecho, según explican tanto las dos jóvenes como vecinos de la zona, el edificio pertenecía a una constructora hasta que fue embargado por un banco. «Lleva más de cuatro años cerrado y sin terminar», explica Juana Manzano, una de las vecinas de la zona. Una situación que se hace evidente en una fachada por terminar. Aunque se solidariza con la situación de los okupas y reconoce «que no dan problemas», no le parece bien «que cada uno se tome la Justicia por su mano y decidan meterse sin permiso y sin que las casas sean suyas». No es tan benévola, otra de las vecinas cercanas que prefiere ocultar su identidad por miedo. «Entran y salen a su antojo y la verdad es que sentimos algo de inseguridad porque no sabemos qué clase de personas viven ahí», explica con inquietud.

Mientras, en el interior del edificio, la vida pasa con calma. El patio central se mantiene intacto, si no fuera por las sillas que descansan vacías en las puertas y los cables que sobrevuelan como improvisadas instalaciones eléctricas. Pese a que hace un mes que okuparon el edificio y que los vecinos conocen su situación, nadie se ha acercado a ayudarles. «Ni asistentes sociales, ni Cáritas, ni nadie. Estamos solos», sentencia con dureza Rocío.

De hecho, se dividen entre la seguridad de pasar desapercibidos o la de clamar su hartazgo. En cualquier caso, son conscientes de que su estado no será siempre así. Por ello, plantean opciones para una salida digna. «Yo estoy dispuesta a pagar un alquiler social por esta vivienda. Conozco de otros casos que han acabado así, el banco les ha ofrecido un alquiler social», explica Lourdes.

De hecho, aunque en la actualidad no cuentan con ningún tipo de recurso su madre se muestra dispuesta a pagar el importe que el banco determine «siempre que no sea muy elevado». Mientras, Lourdes descuenta las horas para la inminente llegada de su segundo hijo. En su difícil situación, tan sólo quiere tener una casa donde poder vivir. De momento ha encontrado una donde intentará echar raíces. No está sola, además de su pareja e hijo, el resto de familias también están ahí. «Nos ayudamos entre nosotros, compartimos lo que tenemos», reconoce Rocío a su lado. Se podría decir que, pese al miedo, Lourdes casi que se siente afortunada por esta oportunidad, aunque sea al margen de la legalidad. De ahí que sentencie con claridad: «A fin de cuentas no tenía nada parecido a una casa hasta ahora. Pienso aguantar aquí dentro lo que haga falta».