Los grupos nacionalistas comparecieron en el Congreso para alabar la celebración de un referéndum sobre la independencia de Escocia. :: EFE
MUNDO

LA FRAGMENTACIÓN DE EUROPA

Los dos independentismos ahora en primer plano, el de Escocia y el de Cataluña, responden a una oleada particularista que ha crecido en flecha desde que la UE sufriera el impacto de la crisis

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En la primera mitad de los años 90, la cadena cultural germano-francesa Arte dedicó un programa temático a la cuestión vasca. Entre los participantes, estuvo el entonces lehendakari Ardanza, quien constató con satisfacción cómo en Europa habían ido floreciendo nuevos Estados, en contra de las previsiones de que el continente avanzaba hacia formas de creciente unidad. Nadie esperaba que estallasen la URSS y Yugoslavia, que se dividiera Checoslovaquia, y posiblemente tal orientación estaba destinada a seguir, con Bélgica, y porqué no, en España. El PNV compartía entonces esa idea y hacia el año 2000 dibujó un nuevo mapa de Europa, donde figuraban la propia Euskadi, Escocia y el resultado de la pulverización de Italia y de Francia en varios micro-Estados. La idea era bien simple: la nueva Europa debía superar la existente Europa de los Estados y hacer realidad 'la Europa de los pueblos'. En cuanto hubiera un factor diferencial de suficiente entidad, la fractura era vista como necesaria y favorable para la democracia.

No hace falta reflexionar demasiado para percibir que semejante visión optimista difícilmente puede tener sentido, ya que viene a contradecir el sentido dominante en la historia europea, de construcción progresiva de la unidad a partir de los Estados-nación existentes. Es cierto que como consecuencia de la Primera Guerra Mundial cayeron los dos imperios centrales, y sobre todo desapareció el austro-húngaro, resultado de una agregación de sucesivas coronas con componentes del todo heterogéneos. Al mostrarse incapaz de alcanzar una reforma federal, y aunque sus virtudes económicas resultaran evidentes, tenía poco sentido que lo que Robert Musil llamaba Kakania, albergara satisfactoriamente en sus dos compartimentos a minorías nacionales tan diversas como los diferentes eslavos (croatas, eslovenos, eslovacos) en Hungría, checos e italianos en Austria. El estallido de 1918 fue inevitable, si bien la evolución ulterior vino a mostrar que las nuevas entidades de agregación (Checoslovaquia, Yugoslavia) estaban aquejadas de la misma falta de cohesión interna que el Imperio dual. En el Este, el fin del Imperio zarista generó un vaivén de independencias, empezando por Finlandia y los Estados bálticos y caucásicos, luego reabsorbidas, salvo Finlandia, por la URSS y por fin renacidas al disolverse la gran unión. La alta conflictividad del proceso puede aun hoy ser observada en la crisis de Ucrania, como antes lo hiciera en las guerras que acompañaron a la disgregación de Yugoslavia.

En Europa occidental, el riesgo de nuevas fracturas pareció mínimo al cerrarse el ciclo de las revoluciones poscomunistas. Incluso resurgió la unidad alemana. El tratado de Maastricht se presentó como cauce para una eficaz articulación de niveles: Unión europea, Estados miembros, regiones, aun cuando el proyecto encallase. Solo en Bélgica, por el auge del nacionalismo flamenco, en un marco de conflicto étnico con raíces económicas, y entre nosotros, apoyándose en un fuerte independentismo, con proyección terrorista en ETA, y en la radicalización soberanista del PNV desde 1995, podía temerse una alteración del status quo.

Claro que en Italia, la entrada en escena de la Lega Nord, un populismo xenófobo -tanto frente a 'Roma ladrona' como contra los extracomunitarios-, surgido en el interior de una región económica altamente desarrollada, y a la sombra del espantajo de Padania, vino a mostrar que el nacionalismo independentista tenía aun un papel que jugar para la afirmación de intereses antieuropeos. Fue significativo que este nuevo independentismo surgiera de modo paralelo al auge de los populismos de extrema derecha, con el Frente Nacional de Le Pen a la vanguardia.

Los dos independentismos ahora en primer plano, el de Escocia y el de Cataluña, responden a esta nueva oleada particularista, cuya importancia ha crecido en flecha desde que la UE sufriera el impacto de la crisis económica. A la ilusión europea siguió un inevitable repliegue sobre los aparentemente superiores intereses de la propia nacionalidad: el petróleo del Mar del Norte debe ser solo nuestro, proclama Alex Salmond en Escocia, «España nos expolia», repiten a coro los catalanistas, olvidando el valor histórico y actual del mercado español para la producción catalana. Sin España, Cataluña hubiera sido Holanda, proclama desde su vigente sectarismo el gran historiador catalán Josep Fontana, en el 'España contra Cataluña'. ¿Por qué no soltar el lastre, tanto en Barcelona como en Edimburgo?

Algo que en los relatos suele olvidarse, cuando debiera ser un dato fundamental: el tsunami independentista arranca de casi cero. El Partido Nacionalista Escocés contaba con cuatro diputados en el Parlamento británico a fines de los 90, y en Cataluña, al comienzo de la siguiente década, la presencia parlamentaria del independentismo era del 10%. Las encuestas daban un 25 a 30% de partidarios de la independencia y aun al calor de la primera Diada en 2012 las dos opciones -autonomía e independencia- estaban equilibradas. Para Escocia, en 2007 Salmond llega al gobierno en clara minoría, un poco como Bildu en Guipúzcoa, y solo en 2012 recibe un voto mayoritario, desde el cual aplica la máxima de que 'a hierro caliente, batir de repente'. No estamos, pues, ante nacionalismos estructurales, respaldados en el ansia de independencia por la larga duración, como los de Québec, Flandes o Euskadi, sino ante independentismos de aluvión, aupados, como ocurriera con los movimientos antidemocráticos de los años 30, sobre el sentimiento de inseguridad de la juventud y de las clases medias, que busca refugio bajo la enseña identitaria. Con Escocia o con Catalunya independiente todos los males tendrán pronto remedio y los laboriosos e imaginativos pueblos escocés y catalán lograrán sin duda cotas crecientes de bienestar (y, si como es su supuesto deber, Londres y Madrid les ayudan, en vez de obstaculizarles, toda duda se desvanece).

Las diferencias en cuanto a la legitimidad de los respectivos procesos independentistas son claras. Cataluña está inserta en un entramado constitucional forjado también con los votos catalanes, y que bloquea la autodeterminación, de no ser objeto de reforma la ley fundamental. En Escocia, sin que exista una Constitución escrita, la vinculación al Reino Unido depende del Acta de Unión de 1707, cuyo contenido centralizador puede ser invertido mediante un simple proceso de 'devolución de poderes', como ya fue intentado sin éxito en los años 70, cuando Tom Nairn escribió su The break-up of Britain, y por fin puesto en práctica recientemente al ser restaurado el Parlamento de Escocia. Lo que Escocia puntualmente construyó, tiene derecho a deshacerlo, dentro de las estrictas reglas acordadas con Cameron.

Por lo demás, el esquema ideológico trifásico de los independentismos de aluvión es bien simple. Primero, la expresión del rechazo del Estado vigente, presentado en un tiempo de crisis como principal agente de todos los males del país. Segundo, en un marco socioeconómico de inseguridad, la identidad es presentada como recurso mágico en cuyo cuadro serán resueltas todas las tensiones, mediante el protagonismo exclusivo de la propia colectividad y la eliminación del enemigo exterior. Tercero, los problemas demasiado reales de la nueva situación prevista resultan enmascarados o minimizados. Tal y como me comentaba un amigo donostiarra hace años, los nacionalismos independentistas son ideologías del paraíso. Un paraíso que siempre llega después de enfrentamientos armados con el opresor: el 1714 catalán, esa batalla de Bannockburn que emociona a Salmond, donde Escocia ganó su independencia frente al rey inglés en 1314 (y si no quieren abrir libros de historia, vean Braveheart).

De Europa les preocupa tener abierta la puerta de entrada, no lo que puede resultar de una secuencia de fracturas sucesivas. Por eso alguno de los comentarios sobre el referéndum de hoy se titula 'Europa en vilo'. En las circunstancias dramáticas que impone la crisis al viejo continente, la peor alternativa es sin duda su conversión en el imperio de Liliput.