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Isabel II sigue los juegos de las Highland, flanqueada por su marido, el duque de Edimburgo, y su hijo Carlos. :: R. P. / EFE
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Una pesadilla en la feliz vejez de Isabel II

Los independentistas mantendrían a una monarquía muy unida sentimentalmente a Escocia aunque se impusiese el 'sí' en el referéndum

ÍÑIGO GURRUCHAGA ENVIADO ESPECIAL
EDIMBURGO.Actualizado:

En el día de su coronación, el 2 de junio de 1953, Isabel II, podía sentir melancolía por la disminución de territorios bajo su trono por la sucesiva segregación de colonias del Imperio Británico y seguridad sobre la estabilidad de su reinado sobre Gran Bretaña e Irlanda del Norte. La turbulenta relación con la isla vecina atravesaba un tiempo de relativa calma y de las viejas rebeliones escoceses quedaban quejas folclóricas. El arzobispo de Canterbury le pidió que prometiera y jurase «gobernar a las gentes de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la Unión de Sudáfrica, Pakistán y Ceilán, y todas vuestras Posesiones y los otros Territorios que os pertenezcan, de acuerdo con sus respectivas leyes y costumbres». Y ella, con 27 años recién cumplidos, lo prometió solemnemente.

La silla en la que Isabel se sentaba había sido diseñada por Eduardo I para que los reyes sucesivos de Inglaterra fueran coronados. Bajo el asiento, hay una cavidad para encajar la Piedra de Scone, donde se supone que antiguos reyes escoceses eran entronizados. Eduardo 'El Confesor' la habría robado de un monasterio de Perth en una incursión con sus tropas, durante las guerras angloescocesas del final del siglo XII.

Otra incursión, esta vez de cuatro estudiantes escoceses, había causado, cuatro años antes de la coronación, consternación o jolgorio. El día de Navidad de 1950, entraron en la Abadía de Westminster, se llevaron la piedra -un paralelepípedo rectángulo de arenisca sin rasgos destacables- y, tras pasar unos días ocultos en una tienda de campaña con la piedra, que se les había caído y partido, se la llevaron al norte.

La depositaron cuatro meses más tarde en el altar de las bellas ruinas de la Abadía de Arbroath. Allí firmaron nobles escoceses, en 1320, una carta al Papa jurando su compromiso con la independencia, ocho años antes de que una turba de londinenses impidiese en Westminster la devolución de la piedra, como se había acordado en la paz angloescocesa del Tratado de Northampton. La Policía recogió la piedra abandonada en Arbroath e Isabel se coronó con ella bajo su asiento. En 1996, la piedra fue devuelta y está ahora en el castillo de Edimburgo.

Hubo también debates cortesanos, protestas e incluso un pleito en los tribunales porque la nueva reina fuese coronada como Isabel II. Nunca hubo antes en Escocia reina con ese nombre y, aunque desde hacía un siglo, los monarcas británicos habían utilizado el ordinal inglés, que por coincidencia era el más alto, se extendió un malestar, de tal modo que la casa real renunció a utilizar su estampa con letras y números romanos en Escocia.

¿Tradición?

Pero la reina Isabel podía observar con seguridad el afecto de los escoceses. Veinte días después de su coronación en Westminster, recorrió en procesión el breve aunque empinado trayecto entre el Palacio de Holyroodhouse y la High Kirk de San Gil, la más importante de la iglesia de Escocia, para recibir en Edimburgo los honores. La precedió, llevando sobre su testa la vieja corona de Escocia, el duque de Hamilton, heredero de sangre de los antiguos reyes.

La muchedumbre que asistió al cortejo en las aceras de la Milla Real probablemente admiró la elegancia de los cortesanos invitados a la ceremonia. Lucían chaquetas y faldas, los tartanes con los colores de su clan, la escarcela, el puñal en sus medias, los zapatos 'gillie'. Las grandes familias británicas, emparentadas en las cuatro esquinas del reino, tenían a Escocia en un lugar especial de su corazón.

Aquella ceremonia y aquellos vestidos eran el producto de la imaginación de un escritor, Walter Scott. Su novela Waverley, publicada en 1814, logró integrar las leyendas escocesas de las guerras por la independencia, las de William Wallace y Robert the Bruce, y las rebeliones jacobitas posteriores a la Unión con la vida de la aristocracia inglesa. Scott ofreció al entonces optimista imperio la evocación romántica en la que fundar un sentimiento británico.

Waverley es un joven idealista que emprende un viaje al norte, se enamora de las Tierras Altas, de una de sus doncellas, también de otra joven, hija de un noble, y entre batallas y amores sirve las dos causas y las embellece. Es final perdonado por un juez inglés por su supuesta traición. El hermano de su ya amarga amada gaélica es condenado y Waverley ha de elegir a la hija del barón, quien acepta la pérdida de la hermosa causa jacobita y sirve para siempre con lealtad al rey de todos.

Tan impresionado quedó Jorge IV con la lectura de la novela, cuando era príncipe regente en sustitución de su padre, que había perdido América durante su reinado, que quiso conocer a Scott y fue el novelista quien diseñó, en 1822, la extravagante estancia y coronación del monarca en Edimburgo, en la que se rescataron viejas coronas perdidas, hubo reuniones y agasajos del monarca con lo más granado de Escocia y las viejas capas con cinto, reconvertidas en 'kilts', que usaban de forma simbólica los regimientos locales en el Ejército, pasaron a ser, tras el impacto de aquel magnifico teatro, el traje nacional escocés. Era la primera visita a Escocia de un monarca reinante desde 1650.

A la muerte de Jorge IV, su sobrina, Victoria, heredó el trono. Su marido alemán, el príncipe Alberto, compró en 1852 el castillo de Balmoral, en un paraje bellísimo de las Tierras Altas, en un camino que tiene al castillo como su penúltima parada antes de detenerse y dejar al paisaje virgen. Desde muy pequeña, Isabel II ha pasado sus vacaciones en Balmoral, donde reside estos días, hasta que acabe septiembre.

«Piensen cuidadosamente»

Escocia es un gran pozo sentimental en su vida y su reinado. Su madre tenía como apellido Bowes Lyon, una familia que puede conectar su árbol genealógico con Robert the Bruce (Braveheart). Viven, como condes de Strathmore, en un castillo no muy distante de Balmoral, el de Glamis, donde también pasaba sus vacaciones infantiles Isabel.

Pasó parte de su luna de miel en Birkhall, en la hacienda de Balmoral. En su matrimonio, su padre, Jorge VI, dio al príncipe Felipe, educado en Escocia, y a ella el título de duques de Edimburgo. Cuando heredó la corona, estableció el ritual de pasar en Holyroodhouse, frente al actual Parlamento autonómico, una semana de julio. Y solía navegar hacia su destino, todos los años, en el yate real, anclando primero frente al castillo de Mey, en el norte más remoto de Escocia, a donde su madre se retiró en duelo por su marido.

'The Press and Journal', el periódico de la región en la que se encuentra Balmoral, explicaba en su edición del lunes 15 cómo la reina sorprendió a sus escoltas cuando al salir de la parroquia de Crathie, vecina de su castillo familiar, «pidió a los periodistas y fotógrafos, normalmente colocados en la mitad de la cuesta que va a la iglesia, que se acercasen para grabar el crucial evento». Era el momento en el que Isabel II se acercó a personas congregadas fuera de la Iglesia para emitir un mensaje a toda la nación: «Espero que todos piensen cuidadosamente sobre el referéndum esta semana».

Un reinado que fue marcado en su primera fase por la pérdida definitiva del imperio y por el afán de la reina de mantener los lazos con las viejas colonias a través de la Commonwealth atravesaba momentos felices. Los problemas familiares con derivaciones sucesorias han sido aparentemente resueltos con el matrimonio de Guillermo y Catalina. Irlanda, la tierra más próxima y más conflictiva en el siglo XX, se ha reconciliado con su historia británica.

Y, de pronto, una trama de sentimientos privados, rituales públicos e instituciones puede ser deshilachada si Escocia vota hoy por la independencia. La nueva constitución exigiría a una monarca al borde de los noventa años energía e imaginación para definir su papel y el de sus sucesores en un nuevo reino. Es algo que, como Isabel II recomendaba a los parroquianos de Crathie, debería pensarse cuidadosamente.