Los vándalos inmisericordes
Actualizado: GuardarLa Reina de Corazones del País de las Maravillas actuaba siempre de la misma manera, temeraria y caprichosa, primero disparaba y luego preguntaba. «Que le corten la cabeza» ordenaba, sin molestarse siquiera en descubrir si había un culpable, sin preocuparse siquiera en conocer el delito, «la sentencia es primero, el juicio vendrá después» repetía. Los «vándalos inmisericordes» que la semana pasada destrozaron el banco de la paciencia, instalado veinticuatro horas antes en plena avenida para que Penélope espere a quien nunca ha de volver, los vándalos que habían «doblado totalmente el hierro» y habían «quitado las maderas», esos vándalos empeñados en reventar a cualquier precio el funcionamiento de esta ciudad, los forajidos sin piedad que habían dejado sin asiento a los sonrientes gaditanos, esos desalmados sobre los que había que hacer caer todo el peso de la justicia divina y humana, resultaron ser unos trabajadores de la UTE de limpieza que, con una máquina barredora, se cargaron el banco y lo dejaron así tal cual, por si colaba. Total, en una ciudad que acostumbra a gastarse más de cien mil euros anuales en arreglos y reposición de mobiliario urbano, tampoco se iba a notar tanto.
Es lo que tiene la inmisericordia vandálica, que no se compadece ni se pone en el lugar de nadie. Porque lo que es de todos, no es de nadie, y se puede destrozar, ¿Qué no? y se puede robar, y se lo puede uno llevar a su casa, como aquellas flores de pascua que desaparecían noche tras noche como el sudario tejido por la esposa de Ulises, que por cierto, era Penélope. «Si está en la calle, será 'pa' cogerlo», me dijo una vez una señora que surtía sus balcones de flores municipales cada dos por tres. Total, que lo ponga el Ayuntamiento, que para eso están, dirá más de uno. Para eso, para el chapú, para reponer papeleras, para limpiar pintadas, para arreglar vallas -hasta tres veces en tres meses la de la pista de skate en Puntales-, para cambiar farolas, para buscar esculturas perdidas -¿Dónde estará el horroroso busto de Rubén Darío?-, para restituir la espiocha del monumento al Tío de la Tiza -de paso, que lo cambien de sitio, por mucho tinte historicista que tenga su ubicación-, para arreglar la lona del auditorio Costa Rica, para quitar pintadas de las fachadas. en fin, ya sabe, que la ciudad funciona pero a base de chapuzas.
Porque lo que no es normal es que tenga que dedicarse parte del presupuesto municipal a continuos remiendos del mobiliario urbano porque cada dos por tres amanece destrozado. Una de dos, o no hay la suficiente vigilancia -que tampoco tiene por qué haberla, que no estamos en el Far West, de momento- o no hay la suficiente conciencia de que los desperfectos los pagamos entre todos. Total, como está en mitad de la calle, como lo han puesto ahí, como no sirve para nada, como no hay policía, como no ponen multas, como es gratis. ese es el verdadero problema. Los devastadores efectos de la cultura de lo gratis. Y no, no voy a ponerme moralista a decir tonterías como que hay que enseñar al que no sabe y que hay que darles a conocer el valor de las cosas y chorradas por el estilo, que con un buen programa de educación, coeduación o lo que sea, se solventarían los problemas. Ni siquiera voy a aventurarme a decir que determinados servicios públicos no deberían ser gratuitos, primero porque no tengo ganas de que los vándalos inmisericordes me partan la cara y segundo, porque el tiempo ha demostrado que esta ciudad vieja, revieja y resabiada no tiene arreglo.
El jueves trajo mi hijo pequeño -sí, sigo siendo una 'mari' madre por si alguien albergaba alguna duda- los libros gratis del colegio. En principio no supe bien si tirarlos a la basura o enviárselos directamente a los que defendieron y propiciaron el programa de gratuidad de libros de texto por si querían seguir defendiendo el programa. Pero ese fue solo el primer impulso, en caliente. Al libro de Conocimiento del Medio -no sé si es que ya tengo fijación- le faltan páginas, está desencuadernado, pintarrajeado, sucio. El libro de lengua tiene todos los ejercicios resueltos -mal, por cierto- y el de matemáticas parece haber pasado por una centrifugadora. En fin, nada sorprendente si pensamos que ha pasado por cinco cursos anteriormente. Cinco cursos en los que los «vándalos inmisericordes» no han tenido la menor piedad con ellos.
De nada ha servido que se advierta a las familias de que el deterioro de los libros conllevaba la reposición de los mismos. De nada ha servido que se enseñe a los niños que los manuales son comunes y que, por tanto, deben ser tratados con respeto. De nada ha servido, al final, el bienintencionado programa de gratuidad de libros de textos. Porque, en definitiva, los niños aprenden de los hechos, no de las palabras. Y en una ciudad donde se gastan más de cien mil euros al año para reparar la impunidad de los vándalos inmisericordes no vamos a ponernos exquisitos por un mísero libro de conocimiento. Que lo pague el que venga detrás, o que se aguante.
Lo malo es que llevamos tanto tiempo aguantando que cualquier día saldremos a la calle como la reina de corazones cortando cabezas en el banquillo, si es que antes no los han destrozado los vándalos inmisericordes.