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Los sincoche

YOLANDA VALLEJOHOJA ROJA
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Me encanta tener razón. Debe ser una carencia psicoafectiva que tengo, pero no hay nada que me guste más que rematar una conversación con un «te lo dije» o con «yo lo sabía» que me inviste de autoridad aunque sea en las estrechas coordenadas temporoespaciales de una terraza de San Francisco. Llámenlo como quieran, a mí me gusta imaginarme como una maja de González del Castillo dando lecciones de bachillera en una ciudad en la que el debate ilustrado aún no ha terminado. Una marisabidilla de casapuerta a la que el tiempo -desgraciada o afortunadamente- siempre termina por darle la razón. No tengo coche, nadie de mi familia tiene coche, nunca hemos tenido coche y tampoco sabemos conducir ni distinguir un automóvil de otro si no es por el color. Sé que nunca vamos a tener un coche y que esa marca escarlata la heredarán mis hijos a los que tampoco les atraen nada los anuncios de coches. Ni falta que les hace. Hemos soportado durante años la condescendencia fraterna de todo el que nos ha querido mirar con conmiseración, pena y por encima del hombro, llamándonos a escondidas pobretones. Pobres, no pueden comprar un coche ni pueden salir de su casa, ni siquiera ir al Mercadona, pobres. Una conocida, incluso, en un arrebato de sinceridad a lo Wisteria Lane, me llegó a preguntar «¿cómo lo llevan tus hijos en el colegio?» como si el estigma de los 'sincoche' se contagiara a ritmo de ébola. Otra conocida, muy preocupada, se ofreció a llevarnos en su magnífico coche -a lo Miss Daisy- a conocer algunas poblaciones del entorno y otros, aterrorizados, se santiguaban cada vez que planeábamos algún viaje en tren o en autobús con tres niños pequeños.

Eran años, eso sí, en los que la venta de vehículos funcionaba según los parámetros del sufragio universal, un ciudadano, un coche. El desarrollismo en estado puro. Del Seiscientos familiar al Audi individual del tirón. Años en los que el bienestar económico se cifraba en caballos de potencia, en prestaciones, en tapicerías, en litros de gasolina. en algo que nunca terminé de entender. Tanto tienes, tanto vale tu coche era el título preliminar de la ley fundamental del país de las maravillas en el que nos hicieron creer que vivíamos. La libertad, decían, definitivamente te la da un coche. Nunca lo entendí, porque para ser sincera, nunca he tenido la necesidad de buscar la libertad encerrada en un vehículo cargado de niños chillones y maletas haciendo kilómetros somnolientos, ni compitiendo cada día por un aparcamiento con otros conductores igual de enfadados y estresados. Tengo amigos que no vienen a Cádiz porque no tienen dónde aparcar su coche y amigos que no salen de noche porque temen que un par de cervezas le cueste una multa y amigos que no viajan porque sus niños vomitan como posesos cada vez que se montan en su utilitario. Tal vez es a eso a lo que llaman libertad.

Cuando empezaron a adelgazar las vacas de la aldea global, mi familia y yo seguíamos moviéndonos -pobres y esclavos- en taxi, en autobús, en tren o en avión por medio mundo mientras el otro medio empezaba a pensar, con suerte, que lo de no tener coche era una especie de concesión a un espíritu hippy que nunca tuve o un homenaje al cosmopolitismo de 'Sexo en Nueva York' y sus taxis amarillos, un esnobismo en cualquier caso.

Hasta que llegó él para darme la razón. Y con él, con el Nobel de Economía Paul Krugman y su estudio sobre la rentabilidad económica y social que supone prescindir del automóvil, parece como si de pronto todo el mundo viese ventajas a ser un 'sin coche'. Saludable, por mí primero y por todos mis compañeros porque andando se ejercitan el corazón, las piernas y hasta la mente. Sostenible con el medio ambiente y con el ambiente entero, porque reduce el efecto contaminante de los gases sobre el planeta. Relajante y quitaestrés porque «conducir produce frustración». Comodísimo, porque se olvida uno de dónde aparcar y puede tomarse todas las cervezas del bar. Y económico, sobre todo, económico. Porque según Krugman el coste mensual de un vehículo parado -sin contar gasolina, aparcamiento ni impuestos, por no hablar de averías y revisiones- supone unos 250 euros.

Y ahora sí. Ahora conducir es una maldición, una gran molestia, un engorro y es mucho más guay moverse en transporte público, moviendo el bonobús con la misma alegría que movíamos la tarjeta de El Corte Inglés no hace mucho, levantando una mano para llamar a un taxi en mitad de la Avenida, o haciendo 'car sharing' -lo que viene siendo compartiendo coche, de toda la vida-, como los neoyorkinos, como los europeos, como la gente civilizada, concienciada con el entorno, culta, moderna, estupenda.

Lo que no sabe Krugman es cómo funcionan los transportes públicos en Andalucía. Lo mal comunicados que estamos, lo terriblemente complicado que es llegar a la sierra de Cádiz y lo imposible que resulta volver, por poner un ejemplo. Lo lentos que son. Lo difícil que es cuadrar horarios y paradas. Y sobre todo, lo caros que son. Así que, Kurgman, lo siento mucho. La teoría te valdrá para otros países, no para este que sigue pensando, aunque ya no se atreva a decirlo en voz alta, que el que no tiene coche es un pobretúo.

Y el que lo tiene, también.