Mamadou
Actualizado: GuardarEsta es la historia cien veces escuchada, razón de que resbale sobre nuestra conciencia sorda al drama cotidiano, nuestra conciencia adormecida por estos soles veraniegos y el ruido de fondo de las noticias de los telediarios. Pero insistentemente, cuando ejecutamos el rito meridiano de la cerveza y la tortita de camarón, las terrazas se ven invadidas por los protagonistas reales de la epopeya anónima que jamás encontrará un mínimo eco heroico en los libros de historia.
A mi mesa se acerca Mamadou con su carga de bisutería barata, sus falsos amuletos de la suerte y el destello blanco de su sonrisa en la negrura de su rostro de vencedor de la muerte. Mamadou tiene, según me dice, veintiún años (la edad de mi hijo mayor) y una esposa en el vecino continente. También es padre de un hijo de tres años al que todavía no conoce. Desde la costa africana se puso en manos de los azares oceánicos a bordo de un cayuko junto con otro centenar de desheredados en la esperanza de alcanzar las playas canarias. Bajo aquella lona que impedía que los aplastara un sol que se hundió hasta diez veces en su desolado horizonte, fue testigo de cómo las olas se tragaban los cuerpos de quienes embarcaron sin contar con un extra de resistencia incluido en el billete a esta tierra nuestra de provisión, de la que sus actuales relatos míticos dicen que amarramos los perros con longaniza, su forma de explicar el milagro de comer todos los días.
Durante diez años vendió Mamadou este mismo tipo de mercaderías en su tierra natal senegalesa hasta lograr reunir los seiscientos euros que las redes mafiosas exigen para dejarte participar en el juego de ruleta rusa de las derivas y el terror de las singladuras. Difícilmente logra ocultar el joven africano, bajo esa sonrisa con la que trata de arrancarte unos euros, la amargura que la distancia de su tierra y de su gente abre en su corazón de hombre sin futuro.
Ahora Mamadou y su legión de hermanos han pasado a formar parte de nuestro paisaje humano. Conviven con nosotros y su drama ambulante no logra hacer mella en nuestras conciencias. A pesar de las adversas circunstancias, todavía nos sentimos seguros en nuestro fortín de consumo y buena vida. Pasan a nuestro lado y no somos capaces de advertir su dolor, como no podemos ver el aire que respiramos.