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Rocío

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Invitado por unos amigos burgaleses, este pasado domingo he estado en la aldea almonteña observando esa multitudinaria manifestación festivo-religiosa que se celebra cada año en pleno corazón de las marismas del Guadalquivir.

Confieso mi agnosticismo y mi notoria incapacidad para dejarme arrastrar por el delirio etílico-gastronómico-jaranero que inunda el ambiente. He comido en una de las Casas de Hermandad y he sido testigo de la alegría que reina a todas horas entre las gentes. Tampoco logro identificarme con la estética rociera, quizás porque el tópico pese demasiado sobre mi conciencia, pero he intentado encontrarle su raíz profunda al fenómeno.

Un entorno natural de clima benigno que proveía de refugio, agua, caza y pesca debió de parecerles paradisíaco a aquellos primeros hombres a los que el azar encaminara hacia allí. No tardarían en adorar a la diosa protectora de ese territorio. El nombre Blanca Paloma y el Salto de la Reja próximo a la hora del amanecer me llevan a pensar en alguna deidad femenina primitiva identificable con la aurora que, llegado el momento, entraría en sincretismo con la Virgen católica. Sobre estos sustratos profundos la aparición milagrosa de la imagen y el continuo aluvión irracional de las creencias religiosas, junto con los flujos de peregrinación desde los núcleos de población vecinos, irían desarrollando su labor durante siglos, de igual modo al que los depósitos sedimentarios del Guadalquivir fueron colmatando el lago primitivo hasta convertirlo en la actual llanura aluvial.

El rito antiguo, firmemente sustentado sobre la fe rayana con el fanatismo de los almonteños, se ha visto alimentado por los deseos festivos y la capacidad de desplazamiento de la gente hasta convertir el Rocío en el actual fenómeno de masas. Como toda peregrinación, la del Rocío también encuentra su sentido en el exceso, aunque en este caso, el espíritu de mortificación que les da sentido a otras, es suplantado en su mayor parte por la música y el cante, la alegría, el alcohol y los placeres gastronómicos.

He caminado por las calles de arena de esta sobredimensionada aldea oliendo el aroma de los guisos y los orines de las caballerías, escuchando los ecos de flautas y tamboriles, entre sinpecados, trajes de gitana y curas jóvenes con alzacuellos y patillas en hacha, exponiéndome a ser atropellado por alguno de los carros tirados de mulas famélicas que desaparecen entre nubes de polvo.