Gerry Adams en su celda
El arresto del presidente del Sinn Féin es parte de la batalla por la historia en el eterno proceso de paz de Irlanda del Norte
LONDRES.Actualizado:En los primeros días de la vida de Gerry Adams ya había una escisión. El hijo mayor de una familia numerosa que pertenecía a la aristocracia del desvalido republicanismo norirlandés ha dicho que no supo hasta mucho tiempo después que su padre, Gerry como él, héroe del IRA en una más de sus campañas perdidas, abusaba sexualmente de algunos de sus hijos de modo brutal.
En la segunda escena vemos a un camarero en el pub 'Duque de York', en el centro de Belfast. El chico católico que había leído y escuchado leyendas y canciones republicanas se maravillaba con otros buenos contadores de historias, los abogados y periodistas que acodados en la barra del bar pasaban la noche entre tragos, desgranando cínicamente la trastienda del teatro del mundo.
Su educación sentimental le había dado una personalidad gélida en los afectos y frustrada en su ambición, la de ser escritor y cosmopolita. Si no hubiese nacido Gerry Adams Hannaway, si sus ancestros no se hubiesen alistado con tozudez en el bando perdedor de la larga historia del IRA, podría haber cumplido algún sueño diferente a su destino. Pero, en agosto de 1969, tenía 20 años y el oeste de Belfast ardió.
Su tercera escisión se produjo en ese instante cataclísmico en la geografía partida de Irlanda. Gerry Adams no se marchó de la asamblea del IRA en la que se rompió el grupo entre quienes seguían la línea del líder, Cathal Goulding, postulante de un republicanismo marxista alejado de la teología de la insurrección, y quienes reclamaban armas para responder al sistema sectario que los oprimía y ahora se quebraba.
No se marchó el primer día ni el segundo, pero era cuestión de tiempo. Las complicidades vecinales, los lazos familiares, las voces ancestrales le apartaron del IRA Oficial, que sometía en las calles a quienes fomentaban ataques contra protestantes, y le llevaron a la cumbre del más pequeño IRA Provisional, que con dos viejos fusiles, bombas artesanales y sacrificiao quería morir y matar de nuevo por Irlanda.
Era ya el mejor preparado para ser su líder. Su personalidad escindida le equipaba bien para la política real, la que tiene que ver con el poder. Sus lecturas le convirtieron en un buen organizador, pues todo lo que se hace realidad política ha sido antes ideado en la escritura. Reformó e hizo eficaz al IRA porque leía. Y de la historia de la guerra en Vietnam extrajo luego la conclusión que pondría fin al terrorismo.
Aprendió allí -según explicó a este periódico a finales de julio de 1994, un mes antes del primer alto el fuego del IRA en el proceso de paz- que la guerra terrorista no conducía al poder si sólo atacaba y huía, que era necesario quedarse, sostener un discurso sobre la guerra. Él y otro personaje ambiguo, Martin McGuinness, de familia no nacionalista, fueron maestros de esa doblez.
Negociación política
Eran capaces de reunirse en algún lugar de Irlanda en el Consejo Militar del IRA con toscos y eficaces campesinos, con ideólogos enloquecidos de la violencia revolucionaria y algún representante de otra familia pura sangre, y comparecer luego ante las televisiones y periódicos británicos para interpretar cada crimen, para ofrecer sobre la sangre de sus víctimas la rama de olivo de la negociación política.
La obtuvieron y el pasaje desembocó en la nada. Sus disidentes tienen razón. ¿Para esto hemos matado? ¿Para esto han muerto camaradas cuya memoria honramos? ¿Para que Martin McGuinness, el general de Londonderry, inaugure campos de rugby con un seguidor de Ian Paisley, con el ministro principal, Peter Robinson, dos horas antes de que un juez prolongue -ocurrió este viernes- el plazo de detención de Gerry Adams por el asesinato de una viuda chivata?
Para eso. Exactamente para eso. Adams ideó la estrategia de paz y apaciguó a los militantes de una guerra nacida para la derrota con la promesa de una alternativa tan eficaz como la sangre y el sacrificio. Si los británicos abrían al Sinn Féin la puerta del Gobierno en Irlanda del Norte y la paz daba a la santa Irlanda del sur el ensalmo para el voto y la presencia en alguna coalición, ellos y él, Adams, impulsarían desde el norte y desde el sur el amanecer de la nueva república.
Pasó ayer su cuarta noche en una celda en la comisaría de Antrim, la circunscripción electoral de los Paisley. En una habitación sin ventana, sobre un catre de gomaespuma, con un váter sin tapa, las noches de Adams habrán incitado su imaginación de escritor de cuentos, mientras recapitula los recovecos de su interrogatorio, de las posibles declaraciones de sus acusadores, de su futuro.
No sentirá especial lamento por el asesinato de Jean McConville, un acto más en las disciplinas inevitables de la guerra. Si un ejército no mata a quienes colaboran con el enemigo no es ejército. McConville es una muerta más en la galería de muertes, próximas y ajenas, de la guerra que Brendan Hughes y él batallaron porque la inminencia de su juventud y el pasado exigente la hicieron a sus ojos inevitable.
Hughes, Brendan 'Darkie' Hughes, uno de los mejores operativos del IRA, su amigo del alma. Los habrían torturado mil veces y mil veces uno de ellos habría permanecido en su casa, sabedor de que nunca el otro lo delataría. Hughes le acusa ahora desde la tumba. Le acusa de mentir para perder la guerra que libraron juntos y ganar la palabrería de la paz y del poder, el agasajo de la Casa Blanca, el dinero.
Tú eres el asesino de McConville, el que dio o aceptó la orden, le dice Hughes en las cintas archivadas en una biblioteca en Boston. Gerry Adams se sumó por supuesto al cortejo fúnebre de Hughes, puso su hombro bajo el féretro. 'Darkie' Hughes, que se metía en los barrios burgueses disfrazado de representante de juguetes para plantar bombas. Nunca dejó de fumar. Un perdedor, un romántico estéril.
Adams pondera el futuro en su celda y sabe que es muy improbable que la Policía encuentre a un vivo que lo delate. No es sólo el miedo. Es también que él era el jefe, que ordena, planea o asiente, pero no mata. Y es la seguridad en que todos y cada uno de los que conocen la verdad, los suyos, los republicanos de Belfast Oeste, no le denunciarán aunque lo desprecien. En nombre del pasado, como siempre.
La culpa de la conspiración
Si la Policía no tiene más que la rabia muerta de Hughes como testigo, Adams quedará en libertad y él y su partido denunciarán la conspiración de las fuerzas oscuras del viejo régimen en Ulster. Se unirá a la campaña electoral y los suyos seguirán siendo suyos, aunque quizá se muestren reacios a presentarle a sus niños, por mucho que antes de su detención escribiera a menudo en su cuenta de Twitter sobre ositos de peluche.
El mejor líder, junto a Michael Collins y Eamon De Valera, que ha tenido el irredentismo irlandés, quizá celebre el avance en las elecciones del sur que tarda tanto en llegar. Pero su territorio es, como el de todo humano, el paisaje de la infancia. El suyo es Belfast Oeste, Falls, Andersonstown... En Lower Falls vivía Jean McConville, viuda, madre de diez hijos, torturada, asesinada porque la tenían por chivata. Es ya historia, un equilibro perpetuo entre el poder que la dicta y la verdad.
Es una más en las dicotomías recurrentes en la vida de Gerry Adams y, también, la batalla que se libra ahora mismo en el eterno proceso de paz. ¿Qué narración sobre el pasado vencerá? Brendan Hughes ha ocupado enteramente el territorio de la verdad. Y ahora el Adams del poder debe pensar otra vez en cómo él y sus seguidores resisten y se quedan, en cómo ha de escribir la versión de la historia que justifique matar a Jean McConville para alcanzar, si no el ideal, al menos algo parecido a la paz y un pequeño triunfo en las urnas.