Francisco inscribe en el libro de los santos a dos papas que fueron a contracorriente
Bergoglio destaca que Juan XXIII y Juan Pablo II «restauraron y actualizaron la Iglesia según su fisonomía originaria»
ROMA.Actualizado:Francisco hizo suyos ayer a Juan XXIII y Juan Pablo II, tras proclamarlos santos en una ceremonia multitudinaria, al inscribirles en un gran proyecto para devolver la Iglesia a su esencia original, que él intenta llevar a sus últimas consecuencias. Les apuntó, en suma, a su revolución como padrinos nobles. Bergoglio unió a dos papas bastante distintos, dentro de su idéntico tirón popular, en una misma raíz de rasgos de espíritu: la esperanza y la alegría. En una homilía que era más floja de lo que auguraban las circunstancias, el ya célebre 'día de los cuatro papas' -allí estaba el Pontífice emérito, Benedicto XVI-, Francisco soltó una frase asombrosamente demoledora: «Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria, la fisonomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia».
Es decir, para Bergoglio, por si quedaba alguna duda, la Iglesia sólo se mueve y está viva con testimonios radicales. Aunque si los dos nuevos santos hicieron eso, empezando por Juan XXIII y el Concilio Vaticano II en los 60, si impusieron ese cambio de ritmo, si bien contra corrientes distintas y a veces opuestas, es como para preguntarse qué era la Iglesia antes de ellos. Francisco apuntaló ayer la idea de que la gran renovación del Concilio, con su apertura a la sociedad, es el vuelco decisivo que debe guiar a la Iglesia. Angelo Roncalli y Karol Wojtyla fueron «dos hombres valientes», dijo el Papa argentino, «sacerdotes, obispos y papas del siglo XX, que conocieron sus tragedias pero no se abrumaron». Bergoglio empleó sus figuras como espejo o modelo a imitar.
Al convocar el Concilio, Juan XXIII «demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado», mientras que Juan Pablo II fue «el Papa de la familia». Y añadió: «Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia, un camino que él, desde el cielo, ciertamente acompaña y sostiene». Es una frase muy sutil, como aviso a caminantes del rumbo de Francisco, porque el gran sínodo que se avecina en octubre sobre la familia afrontará con intenciones de cambio puntos de choque de la doctrina sexual, el divorcio y la homosexualidad.
Inédita convivencia
Benedicto XVI, el gran colaborador de Wojtyla, estaba en primera fila avalando el acto con su presencia, como se había confirmado la víspera. Ha sido la segunda vez que Ratzinger asiste a un acto público junto a su sucesor, y sigue dando poco a poco más consistencia de normalidad a su inédita convivencia. Llegó poco antes de la misa y se sentó a un lado, entre los cardenales, que le saludaban con afecto. Francisco fue a abrazarle antes de la ceremonia y al final, como señal de deferencia. El Papa emérito, vestido de blanco y con solideo, se está convirtiendo, como desea Bergoglio, en una figura similar al obispo emérito de cualquier diócesis, que se jubila y luego sigue participando como uno más en la vida de la Iglesia.
Al margen del mensaje que quiso lanzar el Papa ayer, lo cierto es que fue un instante en una jornada apabullante, donde es ineludible hablar del caos organizativo. Empezó de madrugada para los cientos de miles de peregrinos que sin apenas dormir se apostaron en las vallas de acceso a la espera de que abrieran a las 5.30 horas. La avalancha humana para coger sitio en la plaza de San Pedro se convirtió para muchos en una pesadilla que eclipsó todo encanto a la experiencia.
Ochenta pontífices santos
En el palco de autoridades destacaban en primera fila las dos reinas católicas, las únicas vestidas de blanco por el privilegio de su condición, la reina Sofía y Paola de Bélgica, junto a sus esposos. El Rey Juan Carlos caminaba apoyado en su bastón. Además de un nutrido grupo de jefes de Gobierno latinoamericanos se vio al nuevo primer ministro francés, Manuel Valls, y a personajes incómodos, como el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, que aprovecha estas citas vaticanas para pasearse por Europa, donde tiene la entrada prohibida desde 2002. De hecho aterrizó en un rincón del aeropuerto de Fiumicino, en la zona de carga.
La representación de la UE fue de primer orden, con los presidentes del Consejo y la Comisión, Herman van Rompuy y Jose Manuel Durao Barroso, y es natural si se piensa en la labor de Wojtyla para el fin de la 'guerra fría', la caída del Muro de Berlín y la unificación de Europa.
La ceremonia de canonización en sí apenas duró quince minutos, a las 10.15 horas Juan XXIII y Juan Pablo II ya eran santos, en medio de un aplauso. Luego siguió la misa, toda en latín. Con ellos ya son 80 los pontífices santos, pero hay que mirar bien los datos. A los papas de los primeros siglos se les hacía santos casi de oficio, por mártires o por inercia. Pero a partir del siglo IX eso se acabó: sólo ocho de los 157 siguientes han sido canonizados desde entonces, y el penúltimo hasta ayer era Pío X, en 1712. Pío XII es quien retoma los procesos de santidad para los pontífices al canonizar a Pío X, a quien conoció, en 1954, y abrir otras causas.
Es precisamente con Juan XXIII, como reivindica ahora Francisco, cuando la santidad vuelve con fuerza y evidencia al papado. Cuando murió, su sucesor, Pablo VI, recibió muchas peticiones para hacerlo santo, además de una carta de 300 obispos, pero prefirió esperar, por miedo a consagrarle al estar atenazado por el vértigo reformador del Concilio. Con Juan Pablo II no ha habido espera, no había temor si no prisa del sector más conservador. Pablo VI será beatificado este año.