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En la fachada del Museo de Adolfo Suárez en Cebreros se desplegó ayer este enorme cartel. :: EFE
Sociedad

PASAR A LA HISTORIA

Cuando le tocó ser presidente del Gobierno demostró poseer una condición no común en los más altos mandatarios: el valor

MANUEL ALCÁNTARA
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Es la Historia la que pasa por quienes la hacen o la deshacen. También por quienes la aceleran. En todos los casos, lo asombroso no es cómo se escribe, sino cómo se borra. Quizá sea solo un instante en la trayectoria de una estrella, pero trae cola como algunos cometas y hace mucho ruido, no superior al que provocó el Big Bang hace exactamente 13.800 millones de años, aunque los astrónomos que han captado el rastro de las ondas no sepan si sucedió por la mañana o por la tarde. Como el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas, cuando muere cada uno, sea expresidente o exmendigo, se acaba el mundo. La segunda muerte de Adolfo Suárez le otorgará a su figura diversos perfiles. La primera muerte fue a manos del alzhéimer, cuando no se acordaba ni de lo que había sido, ni de quién era.

Tendrá que conformarse con seguir siendo tal y como le vieron sus admiradores y sus detractores, o sea, no como fue, sino como convenía que fuese. Esa valoración, que pertenecía a la política, que según Ortega y Gasset es «una tarea desalmada», llega a la metafísica que es como si dijéramos pasar de Fernández Miranda a Schopenhauer y de lo que uno es a lo que uno representa. Cuando le tocó ser presidente del Gobierno demostró poseer una condición no común en los más altos mandatarios: el valor. Lo exhibió en el bochornoso episodio del asalto al Congreso, permaneciendo en su sitio cuando todos los demás chupaban moqueta, salvo Santiago Carrillo. Aquella fotografía le hizo comentar a un falso profeta extranjero: «Esa foto le hará ganar las próximas elecciones y las siguientes». Se equivocó, como es tradición en los arúspices políticos.

También demostró valentía personal a la hora de dejar el poder. Víctor Hugo decía que «vale uno más si sabe que le miran». Si los padres de la patria hubieran sabido que la televisión seguía retransmitiendo, alguno habría pronunciado un discurso. Había allí congregados grandes oradores por escrito, pero en momentos como ese hasta los mudos pueden soltar la lengua una vez soltado el esfínter. Luego pasó lo que pasó. Es decir, nada.

Muchos años antes yo había estado con Adolfo Suárez en Segovia, cuando era gobernador civil, y en Cebreros, cuando su pueblo tenía eras amarillas. Le conocí de pasada y nunca hablé con él a solas, ni fui su amigo, que eso es palabra mayor. Tenía un singular atractivo, mixto de cortesía castellana y de una rara intuición que hacía sospechar a sus interlocutores que todo lo que dicen es interesantísimo. Sabía escuchar, incluso cuando seguía pensando en sus cosas. Posteriormente, ese encanto personal, solo lo ha tenido Felipe González, que lo usó y abusó de él en numerosas ocasiones. En el injusto reparto de dones, los demás presidentes no fueron agraciados. Calvo Sotelo, que era el más culto de todos, lo que no es ninguna plusmarca, tenía un recóndito sentido del humor perjudicado por su fúnebre rostro. Siempre triste y siempre serio. Con razón le llamaban Desiderio sus compañeros de la Milicia Universitaria. Claro que un presidente no tiene por qué ser guapo ni alegre.

A Adolfo Suárez le salió bien toda la cimentación del nuevo edificio, cuando sus compatriotas emprendimos la labor de elegir, que antes estuvo terminantemente prohibida. Ya se sabe que en las dictaduras sólo se aceptan los puntos de vista que coincidan con los del dictador. «Lo que no está prohibido es obligatorio», frase que se atribuyen muchos, pero el primero fue, al parecer, Jardiel Poncela. Como las comparaciones únicamente son odiosas para una de las partes comparadas debo seguir. Además he conocido todos los regímenes inventados por el hombre en su intento de convertirnos en ángeles. Nací en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, después vino la malograda república, que quizá fue el intento más alto y más decepcionante. Y después la maldita guerra y la larguísima posguerra, cuando creímos que Franco no era inmortal, pero era inmorible. Y después de Adolfo Suárez y de Calvo Sotelo, llegó el tiempo nuevo, que llaman los jóvenes. Después de González vino Aznar, que no acaba de irse. Como la copla, se fue de palabra, pero no de pensamiento. Después vino Zapatero, que quizá era un buen chico, hubiera sido un excelente maitre de un excelente restaurante: era alto, guapo y sonriente. Le daba la razón a todo el mundo, menos a la aritmética. Y ahora 'está de presidente' Rajoy, disfrazado de Don Tancredo. Que Dios les premie a todos, ya que España no premia a nadie, y que tenga en su gloria a Adolfo Suárez, al que algunos llamaron traidor y otros artífice benemérito de la Transición. España y nosotros somos así.