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ADIÓS AL PADRE DE LA DEMOCRACIA

De camisa azul a presidente

Suárez llegó al poder por deseo del Rey en una operación política articulada por Fernández Miranda

RAMÓN GORRIARÁN
MADRIDActualizado:

Su elección fue una sorpresa colosal para todos. Pero no para el Rey, para Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo de Reino, y pocos más. El Monarca designó presidente del Gobierno a Adolfo Suárez con la misión de desmontar los robustos vestigios del franquismo y abrir la puerta a la democracia, en síntesis, hacer la Transición. Parecía demasiada tarea para aquel desconocido político de segunda línea y pasado franquista.

Su llegada solo satisfizo a lo más carca del régimen, conocido por entonces como el búnker. Una viñeta de Forges sintetizó su regocijo por el nombramiento a través del diálogo entre dos franquistas encerrados en su refugio: «Se llama Adolfo. ¿No es maravilloso?». Los sectores reformistas del franquismo y, por supuesto, la oposición democrática se llevaron las manos a la cabeza con la elección del falangista ministro secretario general del Movimiento, exgobernador civil de Segovia y exdirector general de Radiotelevisión Española. El franquismo irredento se alegró porque pensó que sería un presidente manejable; los reformistas del régimen, los que suscribieron el '¡Qué error, qué inmenso error!'» de Ricardo de la Cierva, negaron el pan y la sal al nuevo gobernante porque, entre otras razones, su nombramiento supuso la defenestración de los suyos, a la sazón Manuel Fraga y José María de Areilza; y la oposición democrática, el PSOE y los nacionalistas ya que los comunistas seguían en la ilegalidad, rechazaron la elección del Rey porque veían en Suárez al camisa azul depositario de las esencias del régimen maquillado con aires de modernidad.

Don Juan Carlos destituyó a Carlos Arias Navarro el 1 de julio de 1976, harto de su timidez reformista y su anclaje franquista. Para entonces ya había encargado a su antiguo profesor Fernández Miranda que moviera los hilos para que el Consejo del Reino, el órgano franquista que asesoraba al jefe del Estado, incluyera a Suárez en la terna de la que debería escoger al presidente del Gobierno. No era un reto menor. En aquel reducto de franquistas lo lógico sería que el ministro secretario general del Movimiento fuera un líder con ascendiente, pero por paradójico que parezca apenas tenía amistades.

Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de Falange, era uno de los pocos afines. Pero Fernández Miranda era hombre de recursos. Todos, políticos y medios de comunicación, daban por hecho que la pugna estaría entre Fraga y Areilza, con mejores cartas el segundo. El Rey, sin embargo, no quería a uno ni a otro. Quería alguien dispuesto a seguir su hoja de ruta hacia la democracia y ninguno de los dos se caracterizaba por la docilidad, tenían su propio proyecto político.

El Consejo, tras casi siete horas de deliberaciones y varias votaciones, elaboró una terna, en la que el democristiano Federico Silva Muñoz, que obtuvo 15 votos para entrar en el trío, el tecnócrata del Opus Dei Gregorio López Bravo sumó 14 apoyos, y Suárez se quedó con 12. Tras el debate, Fernández Miranda comentó enigmático «estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que ha pedido el Rey». Don Juan Carlos, sin dudar, apostó por el político de 43 años, que el 3 de julio juró su cargo.

La elección no cogió por sorpresa a Suárez. No estaba seguro de ser el preferido, pero sí de estar en el triunvirato final. No en vano mantenía una estrecha complicidad con Fernández Miranda y sabía que disfrutaba del aprecio político y personal del Rey desde su etapa en Radiotelevisión Española, desde donde promocionó con habilidad -Franco aun vivía- la imagen del entonces Príncipe de Asturias. Aquel 2 de julio, según contaría después, aguardó solo en su casa la llamada, su esposa y los hijos estaban de vacaciones en Ibiza. El teléfono sonó y era el Rey, que quería sin más saber cómo estaba, y tras algunos embarazosos silencios colgó. Hubo una segunda llamada y don Juan Carlos le pidió que se acercara al palacio de la Zarzuela. Cogió el Seat 127 de su mujer y se plantó en la residencia real. El Monarca no se anduvo con rodeos, le ofreció el cargo que ansiaba y de su respuesta hay dos versiones: «Joder, Majestad, creí que no ibas a pedírmelo nunca» y «Por fin, ya era hora». Al día siguiente juró el cargo.

El 7 de julio dio a conocer su Gobierno. Políticos jóvenes, sin nombres de relumbrón, reformistas y monárquicos. Del franquismo solo heredó los ministros militares del equipo de Arias Navarro por consejo del Rey para evitar el nerviosismo castrense que ya apuntaba maneras. Ahí estaban los democristianos Marcelino Oreja, Landelino Lavilla y Alfonso Osorio, su futura mano derecha, Fernando Abril Martorell, y algún franquista reciclado como Rodolfo Martín Villa.

La actividad de Suárez y su equipo fue frenética. Antes de que acabara aquel mes aprobó su primera amnistía; en noviembre, las Cortes todavía franquistas se hacían el harakiri con la ley de reforma política que hizo añicos las leyes fundamentales del Movimiento; el desmantelamiento jurídico y político del régimen fue refrendado en referéndum por la ciudadanía un mes después; el 9 de abril de 1977 legaliza el Partido Comunista de España; convoca las primeras elecciones democráticas para el 15 de junio a las que se presenta como líder de la recién creada Unión de Centro Democrático; en agosto se reúne la ponencia que redactará la Constitución; el 25 de octubre se firman los pactos de la Moncloa; y en aquellos primeros meses se fraguan los cimiento del Estado de las autonomías. Todo en poco más de un año. Una arrancada fulgurante tan breve como exitosa. El combustible de Suárez duró poco. Pero esa es otra historia.