Salmodias y melopeyas
Actualizado: GuardarDirimía todas las desavenencias con su dicen que amada suegra al rosado atardecer. Las almacenaba durante todo el día y las rumiaba con parsimonia buscando argumentos irrefutables a sus postulados. Se citaban todos los días en la penumbra de los últimos bancos de la Iglesia de Piedra, la que emerge de las lomas que miran al Pacífico con Ensenada acurrucada a sus pies. Se citaban allí, junto al cuadro de la 'madresita' guadalupana, por encontrar en ella consuelo a sus oscos pesares, los propios de un amerindio, guachichil de Zacatecas por más señas, que quiere vivir como el Presidente de la República en el Palacio Nacional del Zócalo. Viviendo en casas contiguas, viéndose en el parián durante todo el día, únicamente allí, bajo la penumbra claustral de la iglesia, se enzarzaban. Se ganaban la vida con desahogo, él haciendo tacos de pescado y ella vendiendo sus guisos, ambos muy acreditados, él por el punto de fritura que le daba a los camarones y al angelito, y ella por su creación de birria con chipotle. Darle el punto a la carne de chivo, tiene su aquel. La vida del mercado giraba en torno a ellos, dada su fama de aseados, sin entenderse bien a qué era debido ese sistemático desencuentro que ambos mantenían con la vida entera, con la vida misma, más propio de menesterosos que de hacendados, clase social en la que su clientela les ubicaba.
Durante los diarios encuentros eclesiales, con los trastos de sus puestos portátiles aparcados en las escalinatas soleadas del poniente, se dirimían siempre pleitos banales. Bisbiseando, se relataban el uno al otro todos los acontecimientos negativos del día, todos los desencuentros con la clientela, todos los rifirrafes con la competencia, para a continuación criticarse, el uno al otro, con ahínco y encono, lo que se hizo o dijo, lo que se dejó de hacer o de decir. Así, sin el menor afán de concordia, Lupita y Cuauhtemoc, vivían sus vidas entre salmodias y melopeyas quejumbrosas, rezongando entre rutinas sin elevar la mirada y tomar nota de lo importante que resulta el tomarse la vida cierta en serio, desatendiendo las memeces del ornato social y el qué dirán. La vida viva es honra y no oropel.