Se apaga la magia de Abbado
ROMA.Actualizado:Un niño de siete años llamado Claudio Abbado quedó hechizado por la música en 1940 al observar desde las alturas de la Scala los movimientos del maestro Antonio Guarnieri al frente de la orquesta. «Un día espero realizar yo también esta magia», escribió emocionado al volver a casa. Como dijo ayer la directora del festival de Salzburgo, Helga Rabl-Stadler, con pocos directores se ha utilizado tantas veces la expresión «momento mágico» en críticas y comentarios sobre algunas de sus veladas. Abbado murió ayer en Bolonia a los 80 años habiendo logrado que su sueño se cumpliera. Del mismo modo, durante su vida hizo realidad el de muchos amantes de la música, que en él vieron a uno de los intérpretes más excelsos, capaz de una penetración profunda en el alma de las grandes obras, con un abandono casi sobrenatural que alcanzaba instantes de duende sinfónico.
Pero Abbado era mucho más, un gran humanista y un gran ser humano, elegante y sonriente, lejos del envaramiento de otros directores. Es más, tenía un aire casi infantil y se ha volcado en ayudar a los jóvenes y a los desfavorecidos, era un innovador nato y un viajero incansable.
Por eso ayer el luto desbordaba Italia, patria de la que siempre estuvo un poco exiliado, y se extendía por todo el mundo. Con un talento precoz, a los diez años vivía apasionado por Bela Bartok, hasta el punto de que un día, volviendo de clase, escribió con tiza en un muro de su calle de Milán: '¡Viva Bartok!'. Era 1943, durante la ocupación nazi y la Gestapo llegó a interrogar al portero de su edificio para saber quién era el autor de la pintada y, sobre todo, quién era el tal Bartok, por si se trataba de algún líder de la resistencia. Estos malentendidos con los iletrados del poder se repitieron durante toda su vida, algo inevitable en Italia, donde gobiernos y autoridades han maltratado a menudo la cultura. Esto es lo que dijo cuando Berlusconi se convirtió en primer ministro: «Estoy preocupado, llegan al poder personas ignorantes».
Se le vinculó siempre a la izquierda, por iniciativas como tocar en fábricas y abrir la Scala a las clases populares, pero más bien era alguien independiente y comprometido con lo que creía justo.
Ha dejado tras de sí una estela de proyectos y orquestas para los jóvenes: la European Community Youth Orchestra, la Chamber, la Gustav Mahler Jugendorchester, la Mahler Chamber, la del festival de Lucerna y la Mozart de Bolonia. Aún se recuerda el particular caché que exigió en 2009 a cambio de regresar a tocar en la Scala después de años de ausencia: que plantaran 90.000 árboles en Milán, una batalla perdida por supuesto, aunque al final volvió en 2012. Y lo donaba todo, su sueldo de senador vitalicio, cargo honorífico obtenido en verano cuyo dinero cedió a otra joven orquesta, y ha dejado escrito que tras su muerte no envíen flores, sino donativos al servicio de Oncología del hospital de Bolonia.
Éxito
Su padre era violinista y creció entre músicos, hasta que con 18 años tocó en casa del legendario Arturo Toscanini, dirigiendo al piano un concierto de Bach: «Tendrás mucho éxito», le dijo el maestro. Fue siempre un éxito a contracorriente y revolucionario, en el que impuso sus dotes portentosas a las inercias establecidas. Tras sorprender en la escena internacional se consagró con 35 años como director de La Scala, corría el año 1968, donde entró como un vendaval para renovar su repertorio, introducir la ópera del siglo XX, abrir la institución a la ciudad y crear la Filarmónica del teatro en 1982. En medio de las habituales y agotadoras guerras que rodean la Scala se fue en 1986 para dejar paso a Riccardo Muti, su histórico antagonista que ayer tuvo palabras de hondo respeto hacia él.
A partir de entonces, como exiliado de lujo de una Italia belicosa y a veces provinciana, se consolidó la personalidad cosmopolita y el prestigio universal de Abbado. Ya era director de la Sinfónica de Londres, pero luego inició su ascenso en la Ópera Estatal de Viena, donde también abrió la puerta a la música contemporánea, y en 1989 tocó el cielo como sucesor de Karajan al frente de la Filarmónica de Berlín. Tras la muerte del gran maestro, que parecía insustituible, los miembros de la orquesta, que eligen de forma democrática a quién quieren como director, votaron por primera vez por alguien que no era alemán.
También allí, hasta 2002, Abbado dejó su huella con temporadas inspiradas en temas culturales -de Shakespeare a los mitos griegos- y un rejuvenecimiento de la orquesta. Para él fue la culminación de otro de sus sueños, pues aunque creció espiando a Toscanini y sus sonoras broncas a los músicos, su modelo siempre fue Wilhem Furtwangler, artífice de la Berliner y de impronta casi mística, como él.
En 2000 le diagnosticaron un cáncer de estómago que, paradójicamente, una vez controlado le inyectó una nueva energía. Desde entonces, más que los grandes auditorios, le atraía el transmitir el amor y la magia de la música a los nuevos talentos, llevarla a las cárceles y los colegios. Apoyó con entusiasmo el sistema de orquestas juveniles de Abreu en Venezuela. Para dejar un rastro de su magia cuando se fuera.