Sin palabras
Actualizado:Dicen las pantallas de los autobuses públicos en esos insufribles rodillos que intercalan frases célebres -¿célebres?-, informaciones -o desinformaciones- proverbios y cantares con noticias de profundo calado e interés general para nuestra ciudad, como la derogación en China de la ley del hijo único, que el silencio es también una opinión. Lo repiten mucho, fíjese, utilizando la técnica ésa tan asquerosa de que lo que se repite cien mil veces acaba convirtiéndose en dogma para la raquítica fe del carbonero. Podrían haber puesto también lo de «en boca cerrada no entran moscas» que es como más castizo, español y refranero, o aquello tan cursi de «uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencio» que tanto nos repetían de pequeños para que anduviésemos completamente entregados a la espiral del silencio, una espiral de silencio que no es más que la teoría sobre la manipulación social formulada por Elisabeth Noelle-Neumann hace casi cuarenta años pero que cobra vigencia por momentos, sobre todo en estos momentos en lo que uno se levanta cada mañana con la lección ya aprendida y con las noticias suficientemente edulcoradas. Para esto del silencio como actitud vital -o letal, según se mire- existe todo un rosario de máximas -la mayoría de procedencia hindú o persa, que le dan un toque así como exótico y 'cool'- que hacen referencia a la supuesta nobleza de estar calladitos. Y aunque Chesterton decía que «el silencio es la réplica más aguda», lo cierto es a veces el silencio es la peor de las mentiras, como apuntaba Unamuno, y verá usted por qué.
El silencio nunca es una opinión. Puede ser una actitud, un escondite, un disfraz, una máscara, una manera de protegernos, un embuste piadoso, un refugio, una ofensa, una condena, incluso un grito, como afirmaba Schopenhauer, pero nunca, nunca será una opinión. Porque para opinar tenemos la palabra. Lo que ocurre es que es mucho más fácil controlar los silencios -la abstención más absoluta- que manejar las palabras. Por eso es por lo que, desde que el mundo es mundo, los gobernantes se afanan en intentar controlar la opinión pública utilizando maneras maquiavélicas que van desde la ingenua estrategia de la distracción, hasta la perversa estrategia del diferido: hacernos creer que es más fácil aceptar un sacrificio inmediato que uno futuro para que todo vaya mejor. Si se fija, todos somos víctimas de estas estrategias, y caemos una y otra vez en la trampa de la emoción -las venas del cuello hinchadas defendiendo la/su única e irrefutable verdad según el momento- que impide la reflexión, pues no son más que técnicas para formar, conformar, transformar y deformar la visión que tenemos de la realidad.
Por eso es importante que no olvidemos, que por encima de los silencios, nos queda la palabra. «Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra» que escribía Blas de Otero. No hay un arma más poderosa que la palabra, precisamente porque es un arma de doble filo. Nada hay más dúctil y maleable que la realidad tamizada por el filtro de los juegos de palabras. Ahí tiene usted a Urdangarín que dice que las cantidades empleadas de la tarjeta de Aizoon por su esposa son «absolutamente ridículas», cuando todos sabemos que ridículas o no ridículas, la única verdad es que esas cantidades no eran suyas. O fíjese en lo fácil que resulta maquillar la pérdida de población disfrazándola de «densidad» -muy bien no lo entiendo- y de habitantes fantasmas -tres mil nada menos- que viven en Cádiz pero que no constan en ninguna parte -tampoco lo entiendo-. O calificar la cabalgata de Reyes como «de cine» -de cine gore, habrían querido decir-. Me quedo sin palabras.
Tal vez a eso se referían con lo del silencio, porque lo de la cabalgata de Reyes, mire usted por dónde, es que no había manera de calificarlo. No sé si eran esos peluches sucios a los que ni los niños se atrevían a darles la mano -espero que el Ayuntamiento no les pague- o los dos cuervos gigantes -muy apropiados para la ocasión-, o las dos llamas, o los gansos de Valladolid a los que la propia empresa El Centauro anuncia como «gordos, limpios y cuidados» -no sé si es muy políticamente correcto traer andando desde la Glorieta hasta San Juan de Dios a esos cien pobres animales, aunque tampoco me preocupa mucho, la verdad- o las carrozas totalmente obsoletas -Mulán ya tiene algo así como dieciséis años y Avatar ya tiene un quinquenio- o la escasez de caramelos -menos de la mitad que hace cinco años, catorce mil de 2009 frente a los seis mil quinientos del domingo pasado- o la imagen impagable del niño majorette de Chiclana, o la Agrupación Sagrada Cena haciendo un ensayo general de Semana Santa. no sé qué exactamente me dejó sin palabras.
Porque desde luego si eso es lo mejor -cosa que no pongo en duda- que puede ofrecernos nuestro Ayuntamiento para una cabalgata de Reyes, es que estamos mucho peor de lo que creemos. Quizá por eso desde los autobuses nos recomienden estar callados, para no tener que escuchar lo que no es agradable de oír. Pero le diré otra cosa, el silencio es algo más que estar callado. El silencio, muchas veces, es la peor de las respuestas, que ya lo dijo Benedetti: «Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio».