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Ruibal, que estás en Madrid

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La trata con habilidad y cuidado al mismo tiempo. La enorme funda de guitarra que lleva a la espalda es su casa de caracol o una enorme lámpara mágica. A la salida del taxi se la echa al hombro con el ánimo de un escolar el primer día de colegio. Con esa sonrisa abierta suya y ese libertinaje ‘polite’ que podría haber sido de un músico renacentista o de un Juan Cantueso de Quiñones, Javier Ruibal sube las escaleras de un periódico de Madrid. En esa ascensión a los cielos de la fama en la que tan poco petardea, en las mañanas heladas del Madrid de los recortes, el bocinazo y la pelota de goma, Ruibal es una suerte de pionero. Cuando los historiadores de la música hagan la justicia que él nunca pidió y lo recuerden en la entrada de la redacción central de Vocento con un nuevo disco autoproducido en la mochila a sus 58 tacos, quizás acierten a retratarlo conquistando el mundo de la música casi sin querer. En medio de la crisis que agujerea las suelas de los viajeros del Metro línea 4, Ruibal con su disco, su gorra y el ‘jersi’ de marinero, es el puñetero Simbad, o Sandokan en su junco o el mismísimo Shackelton surcando el hielo, Toíto el Ártico lo traigo andao, desde El Puerto hasta Dutch Harbor. Javier descalzo por las verdes orillas de Madrid, que hubiera escrito Alberti, es el Vaporcito del Puerto pero a la pesca del cangrejo en el Mar de Bering.

En cierto modo, Ruibal siempre ha vivido en Madrid, en ese Madrid tenso como un tiragomas que estira la insalvable distancia al mar. Allí suena a cada poco, como la luz de un faro que va y vuelve, secando como el levante las casas del exilio de los que como Rafael todavia llaman Cádiz a todo lo dichoso, a lo luminoso que aconteciera. Por allí resopla, transmiten su eco las aortas ajadas de los que siguen nadando con chocos. En su canción hace cierto el espejismo de que todo permanece, de que según la matemática imposible de la nostalgia, todavía podríamos bañarnos dos veces en la misma Caleta. Allá va Ruibal convertido en una cuarteta a Heráclito. En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos.