¿Y si toca aquí?
Actualizado:Reconozco que esto de ser positiva me está costando más de lo que esperaba. Ni la inminente Navidad, ni el sorteo de la Lotería -imagino que a usted tampoco le ha tocado, si es que está leyendo esto-, ni siquiera el anuncio de Campofrío -a pesar de que Chiquito está, como siempre, impagable- han conseguido arrancarme del todo al Don Pésimo que llevo dentro. Dice Chus Lampreave en el spot de los chorizos que «uno puede irse, pero no hacerse». Será eso lo que me pasa, que soy capaz de huir del territorio Scrogge, pero nunca jamás me haré optimista. Nunca. Los motivos, en el fondo, son los mismos que esgrime la farándula del anuncio para no borrarse del todo, ¿Qué hacer con mis amigos los derrotistas? ¿Dónde nos esconderemos lo siesos? ¿Cómo podremos decir abiertamente lo que pensamos? ¿Qué luz tendremos si nos va a costar un once por ciento más cara? ¿Cuánto tiempo aguantaremos viendo las mismas caras? ¿Conseguiré alguna vez creerme el cuento de la buena pipa? Nada. Lo tengo decidido, no me haré optimista.
Me iré. Eso sí. Me iré con el fantasma de la Navidad pasada. No a esos parajes de Navidades recientes en las que éramos ricos, despreocupados y extravagantes, cuando vivíamos en los áticos de nuestras posibilidades y habíamos hecho de la inconsciencia nuestra propia religión y de la Lechera su única profeta. No. Me iré a aquellas Navidades en las que todavía no éramos títeres al vaivén de los vientos, con un único propósito, volver. Volver a salir del colegio deseando llegar a casa para montar el belén, sacar poco a poco las figuritas envueltas en periódicos, llenar de serrín el suelo recién barrido, arrugar el papel de aluminio y hacer un río inverosímil en el que los peces siempre beben y beben y vuelven a beber. Volver para oler a lentisco, y a pavo guisado, y a anís y a pestiños, y a niños vestidos de pastores que escriben largas cartas a los Reyes y que miran escaparates llenos de luces. Para contar una a una y conjurar nuestra suerte a doce uvas. Para protestar porque sólo quedan polvorones de canela y para llorar por los que se fueron y por los que siempre están por venir. Para descubrir atónitos los regalos escondidos en el armario de los padres y para esconderlos nuevamente antes de que los hijos descubran cuál es el auténtico secreto de la Navidad. Para ver belenes en los que el día y la noche duran un suspiro y para correr detrás de los Magos en una noche larguísima de desvelos y de ilusión. Para tocar con la pandereta la banda sonora del que tiene toda la vida por delante. Para brindar con los amigos, para reunir a la familia, para constatar que los días siempre tienen más de veinticuatro horas. Para dejarnos acariciar por las mismas manos a las que acariciábamos hace -¿tanto tiempo ha pasado?- nada. Para descubrir que todo está descubierto y para sorprendernos con la insultante belleza y arrogante juventud de unos adolescentes que hasta antesdeayer cantaban Adeste Fideles con la voz gangosa de mocos y Junifen y que hoy nos sacan un palmo de altura.
Me voy -no se alegren todavía, que es pura metáfora- sí. Me voy, dejando aquí la mochila de los fracasos porque para el camino que voy a recorrer no necesito alforjas. Vuelvo a casa, como el turrón. He sacado el mapa del tiempo y sólo pretendo encontrar el camino de vuelta, como usted, que también ha decidido evitar los atajos y, guiado únicamente por la brújula de sus recuerdos, tiene motivos -todavía- para volver. Vámonos, no sabemos a dónde vamos, pero sí que sabe de dónde venimos y no le será difícil seguir las pistas que le va dejando la memoria. Dos dientes de leche de uno de sus hijos que guardó como perlas envueltas en un algodón, la primera carta que torpemente escribió el pequeño y que usted nunca echó al buzón porque le pudo más el ingenuo trazo infantil que la ilusión del niño. La estrella del árbol desconchada. Un décimo de loterías que compró a medias con su novia. La última vez que habló con su madre. Su primera salida de fin de año. El olor del Licor 43. La vocecita de su hermano cantando El tamborilero. La vajilla buena. Una tarde viendo ¡Qué bello es vivir!. La olla del puchero. Ahí lo tiene. No necesita más.
Tal vez no nunca nos tocará el Gordo, pero sabemos que en esta lotería se sigue jugando la pedrea de los sueños, donde se esconden esos números que todos, sin excepción, jugamos a escondidas. La combinación exacta que abre la caja de los deseos. El número perfecto. Usted y yo, sabemos que en los bombos de la Lotería también está el nuestro. Y que siguen saliendo los números. Apueste. Apueste por un mañana conjugada en futuro perfecto. Piense que si hemos llegado hasta aquí es porque aún no ha terminado el viaje. Cierre los ojos e imagine que todo esto no ha sido más que una pesadilla de la que no tendrá ni un solo recuerdo cuando despierte. Imagine que cambia su suerte, nuestra suerte. Y que tirando del hilo de nuestros recuerdos, encontramos la salida del laberinto.
No es más que un juego, de acuerdo, pero todavía no ha acabado. Siguen saliendo los números, ¿lo oye? , es la salmodia de los que ya no tienen nada que perder ¿Y si tocara aquí?