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Mis recuerdos de Mandela

GREGORIO GÓMEZ PINA
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E stos días he estado releyendo dos libros sobre Nelson Mandela: ‘El largo camino hacia la libertad’ e ‘Invictus’. El primero, su autobiografía, lo compré en el aeropuerto de Ciudad del Cabo, de regreso de un inolvidable viaje a esa ciudad, y en donde visité Robben Island, la isla prisión en la que pasó 18 de sus 27 años durante los cuales estuvo privado de libertad. El recuerdo de aquel lugar tan aislado me dejó una profunda emoción y, a su vez, un enorme respeto hacia su persona. El segundo libro dio lugar a la realización de la película que hizo que se conociese la parte diplomática de Mandela que, utilizando un deporte elitista en su país, como el rugby, logró que se desarrollara un espíritu conciliador entre blancos y negros. Después vino el mundial de fútbol, a través del cual supimos de la alegría que el pueblo transmitía en las gradas y el ritmo de sus bailes en las calles.

Pero, ¿qué sabíamos de Mandela antes de que apareciese como el primer presidente de Sudáfrica, que había ganado en 1994 las primeras elecciones democráticas con sufragio universal? En general, bastante poco por el férreo control que mantuvo el régimen sudafricano. Personalmente, no fui consciente de la dimensión real de esa represión, hasta haber convivido con estudiantes de postgrado sudafricanos en los Estados Unidos, en el período de 1982-84. Era la recta final del ‘apartheid’ —Mandela fue liberado el 11 de febrero de 1990—, y su gobierno quería dar una imagen de apertura en el exterior, permitiendo que, bajo el prestigioso programa de intercambio cultural Fulbright, algunos negros surafricanos realizasen estudios en los Estados Unidos. Mi primera gran sorpresa fue cuando una becaria, Lisbeth, me enseñó su pasaporte, en donde, increíblemente, se leía: apátrida. Descubrí muchas cosas que allí sucedían, —y que no trascendían fuera—, a través de mi compañero de apartamento en la Universidad de Hawai, Gary, que, aunque era blanco, estuvo muy involucrado en la lucha ‘anti-apartheid’. A través de él, conocí también a algunos estudiantes de Lesotho, un pequeño país democrático rodeado completamente por Sudáfrica, que me contaron las vejaciones que sufrían cada vez que querían atravesar la frontera. Luego, supe que el padre de una estudiante que conocíamos, Susy, fue asesinado por el régimen de Botha, su vecino. Ahora, con la muerte de Mandela, me vienen esos recuerdos. Descanse por fin en paz el hombre bueno que luchó por recobrar la dignidad de su pueblo. Ojalá que su espíritu reconciliador perdure en el futuro de ese país, en el que todavía queda mucho por hacer.