El hombre negro que quiso ser libre
Mandela cultivó el arte de esquivar el conflicto y a la vez resistir ante las leyes que marginaban a los de su raza
Actualizado:Cuando viajaba al extranjero durante su etapa de presidente de Sudáfrica, entre 1994 y 1999, Nelson Mandela se reunía cada noche con sus asesores más próximos. Siempre les hacía el mismo ruego: «Decidme qué he hecho mal hoy, para que no vuelva a cometer el mismo error mañana». Puede que no sea cierto, que sea una de esas anécdotas apócrifas que circulan con éxito y contribuyen a crear una imagen beatífica de quien es elevado en vida a los altares. Pero esa historia, leyenda o no, encaja a la perfección con el líder sudafricano desaparecido: alguien preocupado por la enorme responsabilidad que había recaído sobre sus espaldas, lo mismo mientras estuvo en la cárcel convertido en un símbolo de resistencia frente a la opresión que cuando llegó a la presidencia de su país. Alguien que sabe que puede equivocarse, y mucho, pero está dispuesto a rectificar.
Mandela sufrió una prueba que no tuvieron que experimentar otros iconos del siglo XX: gobernar. Y, sin embargo, salió indemne de ella pese a que durante su paso por la presidencia tuvo que coser las costuras de un país dividido por el color de la piel de sus habitantes y su esposa Winnie -de la que se divorció en ese período- se vio envuelta en varios escándalos, algunos de los cuales la salpican todavía.
Habrá quien diga que había nacido para mandar, aunque fuera a otro nivel. Cierto. Nelson Rolihlahia Mandela vino al mundo en Qunu, Umtata, la capital del Transkei, en Sudáfrica, el 18 de julio de 1918, hijo del principal consejero del jefe de la tribu más grande de la región. Cuando su padre murió, siendo él aún un adolescente, fue adoptado por un primo que en ese momento estaba al frente de la misma.
Si hubiese seguido allí, con la influencia que le daban la herencia y los estudios de Derecho en la Universidad de Fort Hare, habría llegado a vestir las prendas de rey y a ejercer algunas competencias sobre sus convecinos. Pero rompió con todo ello por no aceptar una tradición que castigaba sobre todo a las mujeres y rechazó un matrimonio convenido por su familia. Optó por el desarraigo y se fue a Johanesburgo. Era entonces un joven discreto, nada revolucionario.
Quizá no se había imbuido aún del espíritu de Gandhi, que anduvo por su país años antes y allí fue donde se inició en el pacifismo y la resistencia civil. Se dice -puede ser otra leyenda, pero algunas personas que le eran próximas lo cuentan así- que dio pruebas de que era capaz de esquivar el conflicto y al tiempo no ceder ante las leyes que marginaban a las personas de raza negra. Al parecer, en una ocasión cuando el capataz de la mina donde trabajaba repartió tazas de té a la hora del descanso, entregó dos mucho más bastas a los dos únicos trabajadores de color de la instalación. El otro usó la de un blanco y fue castigado. Mandela optó por no tomar té.
Terminó la carrera, se doctoró, conoció a Oliver Tambo, que con el tiempo sería presidente del Congreso Nacional Africano (CNA) y abrió con él un bufete en Johanesburgo. El único en el que los abogados eran negros. Son los años del primero de sus tres matrimonios. Fue con Evelin Ntoko Mase, con la que tuvo cuatro hijos; tres de ellos murieron en circunstancias dramáticas: una niña con apenas unos meses y dos varones ya adultos, uno en accidente de tráfico y otro a causa del sida.
Desafío y traición
La política brutal del 'apartheid' llevó al CNA a diseñar una campaña de desobediencia civil en la que Mandela tuvo un gran protagonismo. Se trataba de desafiar el toque de queda y eso llevó al futuro presidente a su primer encontronazo serio con el Gobierno. Aunque oficialmente renunció a sus cargos en el partido, su influencia fue en aumento, sobre todo a raíz de su detención en 1956 junto a más de 150 personas, bajo la acusación de alta traición. El proceso duró cinco años, durante los cuales se divorció de Evelin para casarse con una líder del movimiento por la igualdad, de quien a estas alturas se sabe que nunca abrazó la causa del pacificismo con la intensidad de su marido: su nombre es Winnie Madikizela y el matrimonio duró casi cuarenta años.
El juicio por traición concluyó con el veredicto de inocente. Cinco años de vida casi perdidos. Cinco años de sufrimiento y reflexión. La primera decisión cuando volvió a pisar las calles de su ciudad ya libre de cargos fue pasar a la clandestinidad. En vista de que luchar contra la extrema crueldad del 'apartheid' con las armas de la desobediencia no daba resultado, optó por ponerse al frente de una organización que realizaba sabotajes. No consta que Mandela tuviera intervención de ningún tipo en ello, pero el grupo dio muerte a unos 25 civiles, quizá más, durante sus décadas de actividad. Las palabras de Mandela tanto en la cárcel como luego en libertad y más tarde en el Gobierno no dejan lugar a dudas sobre su condena de ese tipo de violencia.
El Gobierno de Pretoria comenzó a considerarlo públicamente como terrorista. Su destino estaba sellado: detenido y acusado primero de abandonar ilegalmente el país y más tarde de conspiración para derrocar al Ejecutivo, entró en prisión en noviembre de 1962 y dos años más tarde fue trasladado a la cárcel de la isla de Robben, célebre por la dureza de su régimen penitenciario. Allí le fue asignado el número 466/64, con el que sería conocido ya para siempre. Su condena era cadena perpetua.
Durante los 27 años que permaneció encarcelado, Mandela fue convirtiéndose en un líder de relevancia internacional. En el interior de su celda, reflexionaba sobre qué hacer ante la violencia sin fin de un régimen que tenía a los negros por menos que esclavos. En el patio, fue cultivando un pequeño jardín que se convirtió en un símbolo, otro más: un jardín donde las plantas crecían igual que las del exterior de la cárcel, porque disponían del mismo sol y la misma lluvia. Fuera no sucedía lo mismo. Fuera se eliminaban los derechos de los negros y se los condenaba a la miseria. Incluso se prohibían los trasplantes de corazón -Sudáfrica fue pionera en ese ámbito- si el donante era negro y el receptor, blanco. El 'apartheid' no sólo era cruel e injusto. Era también una verdadera imbecilidad.
En 1968 murió su madre. Mandela confesó que entonces dudó una vez más de si su lucha merecía la pena. Dudó de si mantenerse fiel a sus ideas y enfrentarse al Gobierno por ellas le compensaría algún día de la tristeza de no ver a su familia durante tantos años, de dejarlos solos. El preso 466/64 envió cartas al director de la cárcel, al ministro, al presidente, pidiendo que le dejaran ir al funeral. No obtuvo respuesta. Tampoco le llegó el permiso cuando menos de un año después murió uno de sus hijos. Queda el testimonio de su inmenso dolor en dos cartas: una dirigida a Evelin; la otra, a Winnie, recordando la última vez que estuvo con el muchacho, uno de esos encuentros banales, una conversación sin importancia que se convierte en el recuerdo más doloroso cuando se descubre que no habrá más.
Fue capaz de olvidar tanto dolor. Mucho antes de salir de la cárcel, una decisión que Pretoria tomó por la enorme presión internacional y con la ayuda de la sensatez de un presidente (Frederik de Klerk) que se dio cuenta de que mantener el 'apartheid' era inviable, ya había elaborado su propia doctrina sobre la reconciliación y la necesidad de suturar heridas. Por eso, antepuso los intereses del país a su deseo de venganza. Incluso renunció a la libertad condicional que le ofreció el Gobierno de Botha si renegaba de la actividad violenta del CNA. «Sólo un hombre libre puede negociar», dijo, y se negó a aceptar la propuesta.
El día después de su puesta en libertad, a primera hora de la mañana, Mandela compareció ante la prensa. Se presentó elegantemente vestido, al estilo occidental, caminando despacio por el jardín, del brazo de Winnie, que parecía preparada para una fiesta tribal. Había cansancio en su gesto y un tono casi de melancolía en su mirada. Apenas esbozó una sonrisa cuando los periodistas -allí estaban los representantes de los mayores medios de todo el mundo- lo recibieron con aplausos. Luego habló muy lentamente, como si pensara cada palabra, y recordó que no era un mesías, «sino un hombre normal convertido en líder por una serie de circunstancias extraordinarias». Ese día, y los siguientes, lo mismo en círculos reducidos que ante grandes multitudes, repitió el argumento que había usado en su defensa ante el tribunal que lo juzgó por traición: «Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y en igualdad de oportunidades».
Un mito en el Gobierno
No quería una sociedad con supremacía de los blancos ni de los negros, y ese fue el programa con el que llegó al Gobierno, aupado por casi el 63% de los votos. El año anterior había sido galardonado con el Nobel de la Paz y era ya un mito. Su gran tarea como presidente -tuvo a su lado a De Klerk, lo que ya dice mucho de su actitud- fue acabar con los últimos restos del 'apartheid' y poner las bases para que no se repita jamás. Y unir al país. Un partido de rugby, un deporte de blancos, fue la ocasión perfecta para que los negros sintieran que Sudáfrica era la tierra de todos ellos y que los símbolos, aún los más banales, ya eran compartidos por unos y otros. Los 'afrikaners', cuya esencia estaba perfectamente reflejada en el equipo de rugby, también empezaron a verlo como algo más que un líder de los negros. Millones de sudafricanos recordarán mientras vivan la imagen de Mandela con la camiseta verde del equipo nacional, junto al capitán.
Solo estuvo cinco años en la presidencia. Cuando dejó el cargo estaba a punto de cumplir 81 y su salud se resentía de su larga permanencia en prisión. Anunció que iba a retirarse a cuidar de sus nietos y pasear. Paseó, sí, pero por el mundo. Medió en conflictos internacionales, visitó un puñado de países, coleccionó premios y doctorados honoris causa y ejerció su magisterio por la paz allá donde fue requerido. Sus críticos no le perdonaron que no condenara a Gadafi o que fuera en el mejor de los casos tibio con el régimen cubano. Dos errores, sin duda, de alguien que sabía que los cometía en abundancia y asumía que era así.
Madiba, como lo conocían en su país, pasó sus últimos años con Graça Machel, viuda del presidente mozambiqueño Samora Machel. Ella le hizo olvidar los sinsabores y las decepciones personales y políticas de la parte final de su relación con Winnie. Con Machel, superó enfermedades, ingresos en el hospital, la muerte trágica de una bisnieta de sólo 13 años en un accidente de tráfico y el rumbo a veces errático de la política de su país. Dicen que al final de cada día, cuando estaba en casa, salía al jardín a escuchar música de Haendel y Chaikovski, sus compositores favoritos. Desde hoy, todo eso es Historia.