opinión

La penitente democracia

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La primera vez que visité Guayaquil, ese hormiguero atolondrado, el portero de mi hotel iba armado hasta los dientes. Su atuendo de entorchados y galones recordaba al del domador de caniches de ‘Manolita Chen’, aquella joya circense que se instalaba en Cádiz en el Corralón de los Carros. Me pregunté entonces, como me pregunto ahora, qué tendría que suceder para que los porteros de los hoteles europeos tuvieran que ir de igual manera armados, lo que, sin optimismos angelicales, no creo que llegará a suceder porque tenemos tiempo aún para erradicar la pandemia tóxica de la violencia cultural. Sobrado tiempo para diseminar entre todas las naciones las semillas de la concordia y el sentido edificante del concilio basado en la lozanía de la Razón, aquella que orla a la Ética y la Moral de autoridad magnánima refulgente. Reflexionemos sobre ello con mesura, para evitar que acierte el egregio Antonio Machado cuando asegura: «De cinco españoles, cuatro embisten y uno reflexiona». A topetazos contra la pasión ciega no erradicaremos la violencia material e inmaterial.

Cuando un ‘kaláshnikov’ se convierte en atuendo, la democracia muere. En las sociedades rotunda y verdaderamente democráticas, las muy pocas, el orden imperante lo garantiza la educación, la cultura, la autoridad y la reciedumbre de carácter colectiva. Una sociedad democrática genuina es un organismo corajudo, obediente, conocedor de sus derechos y estricto observante de sus deberes, que sabe respetar a la Autoridad a la vez que sabe hacerse respetar por ésta. El orden inherente a la observancia sistemática de la Ley, asistido por la Justicia y el Derecho, debe imperar radicalmente sobre cualquiera de los instintos justicialistas, sobre los arrebatos propios de la incultura que utilizar quisiera la horca como horma. Las alarmas sociales, los minutos de silencio, los días de luto, las medias astas, no erradican las lacras de la inculta violencia y su pobreza material y espiritual. La Democracia sufre con los dramas y las tramas de la incultura, con el destierro de la espiritualidad, aquella que perdona sin restricciones al delincuente tragando bilis. Resulta angustioso reconocer que el ser humano tiene derecho a delinquir, derecho que no ejercerá si está bien educado.