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Sociedad

«Los preceptos de Cristo son poquísimos y lo demás son normas revisables»

Francisco plantea un programa revolucionario, que pide revisar la figura del Papa y descentralizar su poder

ÍÑIGO DOMÍNGUEZ CORRESPONSAL
ROMA.Actualizado:

Francisco presentó ayer su primer documento de magisterio escrito íntegramente de su puño y letra, pues la encíclica publicada en julio era en su mayor parte obra de su predecesor, Benedicto XVI. Es una exhortación apostólica, un tipo de carta que en este caso servía para responder al sínodo de 2012 sobre la nueva evangelización, pero que se ha convertido casi en una encíclica, por su ambición, su extensión -134 páginas- y por los efectos que presagia. Él mismo admite que «tiene un sentido programático y consecuencias importantes». Supone una revolución de planteamientos, anticipa cambios radicales y exige a sacerdotes y fieles una «nueva etapa» para refrescar el anuncio del mensaje cristiano.

Se titula 'Evangelii Gaudium', 'La alegría del Evangelio', dos palabras que resumen su esencia: en una profunda autocrítica, el Papa pide dejarse de pesimismo, sermones y moralismos y centrarse en lo esencial del mensaje cristiano, el amor a todos y en especial a los débiles y a los pobres. Pide «abrir puertas», «salir a la calle» y «llegar a todas las periferias».

El texto, de tono claro y directo, está lleno de frases para subrayar. Bergoglio prefiere «una Iglesia herida y manchada por salir a la calle, antes que enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus seguridades, en una maraña de obsesiones y procedimientos». «Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo», dice el Papa, que llama a todos los católicos a «una conversión, que no puede dejar las cosas como están».

Si bien cita constantemente a Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, para colocarse en su estela y no ofrecer una imagen de ruptura, el Papa avisa de que habrá cambios. Apunta dos de enorme calado. Uno es la propia figura del pontífice: «Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado», para que sea «más fiel al sentido que Cristo quiso darle». Es decir, dejará de ser un monarca absoluto que decide en solitario y controla todo. Esto está ligado al segundo cambio: «No debe esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. (...) Percibo la necesidad de avanzar en una saludable descentralización». Francisco quiere dar autonomía, «también alguna auténtica autoridad doctrinal», a las conferencias episcopales de cada país. «Una excesiva centralización complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera», sentencia. Todo ello supone un vuelco histórico.

Mensaje a los conservadores

Pero quizás el párrafo más subversivo sea el siguiente: «La Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio. No tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo hay normas o preceptos que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas, pero que ya no tienen la misma fuerza. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo son poquísimos». En resumen, salvo cuatro cosas básicas que están en los Evangelios, todo lo demás es negociable o discutible. Una vuelta a los orígenes para sacudirse inercias, reglamentos y burocracia.

El Papa solo coloca dos límites claros: cierra la puerta al sacerdocio femenino y a cualquier apertura al aborto. Pero incluso en esta última cuestión da pasos de gigante: «No es un asunto sujeto a reformas o 'modernizaciones'. No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como solución a profundas angustias, particularmente tras una violación o en una extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?».

Francisco invita a no perder el norte y aferrarse a la fuerza del primer anuncio evangélico, para no extraviarse en lo accesorio: «Si no, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes. No será el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas». El Papa atribuye la pérdida de fieles a esta confusión de prioridades que eclipsa el mensaje más elemental y pide «no obsesionarse por una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia».

Un ejemplo de este cambio hacia una Iglesia acogedora y no excluyente está en la visión del Papa de la Eucaristía, un punto de debate porque hoy deja fuera a los divorciados que se han vuelto a casar. Parece claro que eso se va a terminar: «Hay puertas que no se deben cerrar. (...) La Eucaristía no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. (...) A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas».

Dedica 18 páginas a explicar cómo debe ser una homilía: breve, de corazón y no doctoral. Esta renovación implica una severa crítica a cómo se han hecho muchas cosas hasta ahora y, en el caso español, no es difícil pensar en la Conferencia Episcopal. No es casualidad que ahora empiece a cambiar. Francisco dice a la jerarquía que «más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros».

También es inevitable pensar en peces gordos del Vaticano cuando ataca a quien «ha caído en la mundanidad, mira de arriba y de lejos, descalifica a quien lo cuestione, destaca los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia». Se trata de un ataque contundente al sector más conservador de la Iglesia, sobre todo a quienes «se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario».