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La benignidad

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El que fuera mi hondo amigo Herbert Nölting había sufrido ciego cautiverio en Auschwitz-Birkenau. Entró en aquel horror de horrores con cien esbeltos kilos de atlético porte y regresó a la vida con algo menos de treinta, mas sin merma alguna de potencia en su musculada dignidad y honra. Me doblaba la edad pero me entendía desde la misma proximidad que hubiere podido tener para conmigo otro joven meridional inquieto. Me acompañaba a los teatrillos menos radicales del Sankt Pauli, avernos de la pornografía más explícita que convertían entonces a Hamburgo en el vórtice volcánico de todos los pecados de la carne teatralizados. Católico, magistral gestor de una familia luterana, se complacía en acompañarme a Misa con la misma sencilla naturalidad con la que me acompañaba al Colibrí, el antro más artístico. Me conocía muy bien, desde su rango de preceptor de mis primeros pasos en el comercio internacional, y este sagaz conocimiento le permitía saber que no encajaban con mis gustos las groserías vinculadas a la sexualidad desnaturalizada. Sabía que lo que me interesaba de aquellos teatruchos libidinosos era su dramaturgia marginal. Su intencional búsqueda de la sordidez morbosa utilizada como reclamo de trasgos tácitos hipócritas y demás colectivos de tarados utilizando una trama teatral rudimentaria y bufonesca.

Lo soez absoluto, como el dolor absoluto, como la malignidad también absoluta, se escabullen de la escena para que los exigentes ojos de la belleza, del placer y la benignidad le censuren sus impías derivaciones. El estado de beatitud, de excelsa felicidad, con el que Herbert se relacionaba con la vida, era fruto de la intensidad surrealista de tanto sufrimiento. En vez de que la delgadez le hubiera descarnado la bondad natural, la rutilante benignidad había encarnado en él hasta convertirlo en un altar del candor y la dulzura. Su capacidad de exculpación, de perdón, de asistencia al atribulado, superaban cualquier sueño idílico. Jamás le oí quejarse, como jamás le oí incriminar a sus verdugos. Por el contrario, esta apoltronada sociedad que habitamos no es capaz de existir sin inculpar, sin odiar con encono, sin criticar infundiosamente al convecino. Hemos proscrito a la benignidad de todos los teatrillos de la lúcida vida.