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'Low profile'

YOLANDA VALLEJOHOJA ROJA
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Estoy leyendo, seguramente porque toca, a Alice Munro, como la mitad de los españoles que no sabíamos de la existencia literaria de esta mujer canadiense hasta que le dieron el Nobel hace apenas veinte días. He empezado por un libro de relatos de título excesivamente largo y un tanto pretencioso, 'Odio, amistad, noviazgo, amor matrimonio', que me recomendó una amiga de la que me fío ciegamente. Y me fío ciegamente de su criterio porque la vida se ha portado tan prematuramente mal con ella que es capaz de distinguir a leguas lo importante de lo imprescindible. Te gustará, me dijo, aunque sin entusiasmarte. Y la creí, y aquí estoy leyendo, como la mitad de los españoles a Alice Munro, gracias al daño colateral que produce la uniformidad mental. Aún es pronto para decidir si me gusta mucho o no, porque no llevo leído ni la mitad del libro y porque la traducción -prefiero pensar que es la traducción-no me parece demasiado afortunada. Me gusta sí, pero no me entusiasma. Y me preocupa. No porque me sienta obligada a rendirme ante los encantos de un Nobel, sino porque tengo la impresión de que la falta de entusiasmo es un rasgo que se está afianzando con fuerza en la carga genética que esta sociedad desencantada dejará a las generaciones posteriores. Nada nos entusiasma, nada nos motiva, y nos dejamos mecer en nuestra patera particular por las olas de un mar que ni conocemos, ni tenemos el más mínimo interés por conocer. Que nos lleven a la orilla, por favor. Como sea y cuando sea. Nada más.

La protagonista del primer relato es una mujer aparentemente vulgar, de aspecto y pensamientos vulgares, con una vida vulgar -como podría ser la suya o la mía- pero que muestra ya, desde las primeras líneas, algún atisbo de desobediencia moral, ética y estética que anticipa un final desconcertante. Una mujer, para entendernos, que parece vulgar pero que no lo es. Me recuerda mucho a Renée Michel, aquella portera cincuentona que escuchaba a Mahler y leía a Tosltoi y que nos enseño en 'La elegancia del erizo' que las apariencias siempre engañan y que en muchas ocasiones, mostrar un perfil bajo es el único pasaporte para la supervivencia.

El 'low profile', que dirían los ingleses, que es algo así como 'no llamar la atención', no moverse mucho, no exponerse demasiado, un requiebro más de aquello que llamábamos corrección política a finales de los noventa y que se ha convertido en la forma más hipócrita de relación humana. Optar por un perfil bajo puede ser una cuestión de actitud o de estrategia, o simplemente un síntoma evidente de haber tirado la toalla. Algo que se veía venir desde que el 'pensamiento único' se impuso en la opinión pública y se instaló cómodamente en la casa de cada uno. Ya sabe, hoy toca hablar de esto y mañana de aquello, y nada más. Nadie tiene más que decir. No es nada nuevo, sino un eterno retorno a la caverna. Goebbels lo puso en práctica porque sabía el poder amplificador que tiene una idea -falsa o no- repetida muchas veces. Estamos saliendo de la crisis no porque lo hayamos notado o porque suenen monedas en su cartera a fin de mes; estamos saliendo de la crisis porque no paran de decirlo en los informativos. Y nosotros, y nuestro perfil bajo, nos lo creemos.

Es como si, de pronto, todo el mundo mirara hacia otro lado, igual que los niños en clase fingen que están buscando algo en la mochila cuando la profesora va a preguntar la lección. Si yo no miro, no me ven. Si yo no hablo, nadie me escucha -ni siquiera Obama- ni me acusa. Si yo no me muevo, nadie me va a dar un empujón.

Nos hemos acostumbrado tanto al perfil bajo que ya ni siquiera nos molestamos -como hasta hace muy poco- en protestar. Miren, si no, cómo se ha instalado pacíficamente la fiesta de las calabazas y los murciélagos en esta parte del mundo de castañas y huesos de santo. Le hemos hecho hueco apartándonos de manera discreta. De aquellos días en los que no hacíamos tratos ni trucos a estos en los que hablamos de «Bueno, vale, no pasa nada. Todo suma, qué más da». Qué más da que la calle Posadilla se convierta en 'Posadilla Elm Street'. Total, ya el susto lo tenemos en el cuerpo, y el sueño angustioso, y 'la legión de zombis con tambores' le da los buenos días desde mucho tiempo. Y no hace falta ir a los cementerios para ver a los muertos vivientes paseando por los calles de una ciudad fantasmagórica.

Perfil bajo, como arma defensiva y como forma de ataque. Estamos rodeados. Cada vez son menos los que piensan y más los que presumen de ser ciudadanos normales, de aquellos que decía Fernando Savater en su 'Diccionario del ciudadano sin miedo a saber'. Ciudadanos aparentemente sin conflictos, sin complejos, sin iniciativas, sin ideas.

Resulta cómodo, no se crea, esto del perfil bajo cuando uno lo practica de forma habitual. Aunque, evidentemente, es una bomba de relojería instalada en los bajos de una carrocería débil que puede estallar al menor movimiento en falso. Porque debajo de tanta docilidad, debajo de tanta discreción, debajo de tanto conformismo se duerme una bestia que puede despertar en cualquier momento.

A ver si me leo pronto el libro de Alice Munro y le cuento cómo acaba.