Una combatiente de las Autodefensas Campesinas sostiene a su hijo durante un ensayo de desmovilización en Cauca. :: C. DURÁN ARAÚJO / EFE
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Los fantasmas de San Pablo

Un cuarto de la población del país se considera marginada mientras vive a duras penas de la tierra cuando se cumple un año del diálogo con las FARC La negligencia del Gobierno y la violencia amenazan a los campesinos colombianos

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No resulta difícil odiar a los campesinos que viven en las inmediaciones del pueblo colombiano de San Pablo. Parecen irritantes fantasmas, los habitantes invisibles de la montaña que se empeñan en esquivar desdeñosamente nuestra visita bienintencionada. Cada recodo del tortuoso camino se antoja el definitivo, el que conduce a la vereda o aldea donde nos esperan pero, una vez más, el camión que nos porta prosigue su insufrible traqueteo y ni siquiera se atisban lejanas construcciones en un entorno agreste. Hace una hora que hemos dejado, envueltos en una temperatura y humedad sofocantes, la localidad ribereña del caudaloso Magdalena y nos dirigimos a cierto asentamiento en altura, de tan complicado acceso que también nos preguntamos qué se les ha perdido allí al Servicio Jesuita a Refugiados y a su socia, la ONG Alboan.

Cuando, al final, encontramos la humilde población, descubrimos que la inquina contra los lugareños se halla tan difundida que no podemos ni siquiera aspirar a zaherirlos con nuestra insatisfacción. Algunas de sus pesadillas son de tal magnitud que las mencionan recurriendo a eufemismos. Los mismos que fueron desalojados de sus hogares por los combates hace cuatro años se refieren a los «actores armados» para aludir a las milicias que merodean en las laderas vecinas. Tampoco es un aliado el Estado, habitualmente ausente, que se manifiesta con la peor de las intenciones a través del vuelo letal de los aviones que fumigan las plantaciones cocaleras y, de paso, arrasan todos los vecinos labrantíos legales.

No existe vilipendio alguno que pueda inquietar a unas familias empecinadas sólo en sobrevivir. Los habitantes de la vereda comerciaban con la madera, pero su explotación ha sido declarada ilícita en un entorno considerado reserva forestal, y han de dedicarse al cultivo de coca porque sólo su mata puede transportarse por sendas tan miserables para obtener un pago que permita la estricta subsistencia. No hay manera de mercadear por vías tan infames los bultos de plátano o maíz y, además, el señor Genaro, el propietario del mayor granero de San Pablo, cambia el bulto de yuca por otro de arroz y no sale a cuenta. Ellos saben que la planta prohibida, introducida masivamente en los 80, acarrea la amenaza de devastación, pero constituye el único sustento posible cuando los programas estatales que prometen alternativas nunca superan la mera declaración de intenciones.

Profundas desigualdades

Al negligente Gobierno le achacan su propensión a hablar con guerrillas, pero su escasa disposición al diálogo con los modestos agricultores. El olvido irrita a un cuarto de la población colombiana que se considera marginado mientras sobrevive a duras penas del fruto de la tierra en un escenario de violenta pesadilla. Los recientes paros y movilizaciones, que incluso han sitiado Bogotá, han puesto de manifiesto su hartazgo ante un sistema comercial y social que los discrimina.

Se dice que lo que tiene lugar en San Pablo, puerto fluvial de unos 30.000 habitantes, sucede en todo el país, circunstancia que proporciona poca esperanza al resto de esta vasta república, cuyos campos han de estar poblados por espíritus dolientes. Si no se trata de un laboratorio nacional, al menos, ese pueblo representa la cotidianidad del Magdalena Medio, la primera etapa de un periplo por Colombia cuando se dispone a culminar el primer año de conversaciones de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y se prepara para la celebración, en los próximos meses, de cruciales elecciones legislativas y presidenciales que pueden tanto consolidar el proceso iniciado como interrumpir las negociaciones si triunfa en las urnas la línea política más inflexible con la insurgencia.

La treintena de municipios que se despliegan entre la sierra oriental y central de los Andes, a una orilla y otra del poderoso caudal, son considerados por la opinión pública la zona roja, allí donde todo exceso es posible. Se trata de un territorio sin conexión administrativa, situado al noreste, donde convergen los departamentos de Bolívar, Santander, César y Antioquia, pero que en el imaginario popular concita la imagen de la selva tupida que abriga a todas las guerrillas posibles. Posiblemente, los colombianos desconocen que sus reservas forestales están siendo aniquiladas por la acción conjunta de los huidos del conflicto, cada vez más introducidos en la espesura, y la acción inquisitorial del Estado que destruye sus plantaciones.

Infierno cotidiano

La Fundación Chirac le otorgó el año pasado su premio por su labor en pro de la concordia y el progreso del Magdalena Medio. Esta región escenifica como ninguna ese tópico del ave cobarde, que esconde la cabeza o, tal vez, mira hacia otro lado. La Colombia del doctor Jekyll se refleja en Barrancabermeja, su ciudad más importante, que alberga la mayor refinería del país. El auge de la industria petroquímica ha impulsado una ambiciosa expansión que incluye nuevas infraestructuras, la remodelación del puerto fluvial y la apertura de dos modernos centros comerciales.

Las tinieblas de mister Hyde llegan con las revelaciones del Observatorio de Paz Integral de la región, contenidas en un informe que acaba de publicar, y que señala que su casco urbano se halla bajo el control de las bandas criminales (bacrim). Sus 300.000 vecinos son los rehenes de 'Los Rastrojos', 'Los Urabeños o Gaitanistas', 'Los Botalones', y 'Las Autodefensas Unidad de Medellín', y cada barrio o comuna se encuentra bajo el control de un comandante que ejerce maneras de señor de la guerra imponiendo su ley.

El Gobierno se resiste a asumir esta lacra. El protagonismo mediático de las FARC y otras formaciones insurgentes ha oscurecido el rol esencial de las bacrim, las hijas naturales de las Autodefensas, aquellas organizaciones paramilitares teóricamente disueltas tras el proceso de desmovilización del anterior Gobierno de Álvaro Uribe. Consideradas un problema de orden público, se pretende ignorar que sus ansias de controlar territorio y sojuzgar a la población esconden un ambición paralela a la de las guerrillas tradicionales, pero desprovista de ideología alguna.

«Quieren deshacerse de nosotros y entregar estas tierras a las multinacionales», claman los labradores en la despedida. «Nos ponen en situación de coger un fusil porque con hambre no puede haber paz». A pesar del cansancio, de sentirnos zarandeados por la irregularidad de un camino que no entusiasmaría ni a las cabras más montaraces y bajo un sol implacable, no podemos maldecir a unos individuos cuya cotidianidad es este infierno.