La ley y las pistolas
Actualizado:Andaban en una de esas manifestaciones semanales en la plaza de Guipúzcoa de San Sebastián, una de aquellas concentraciones después de un asesinato o durante un secuestro en la que aguantaban el tipo mientras los de enfrente, con aquel matonerío vozalón, los ponían a parir, les escupían y hasta les tiraban piedras. Eran un padre y un hijo que hacía lo que el padre. Aguantaban con los brazos en cruz y la mirada serena los gestos de ‘te voy a cortar el cuello’, de ‘tú serás el siguiente’, las miradas que seguían después hasta el portal de casa y los dedos en la boca con un ‘Tú, callado’. Las llamadas, los mensajes grabados en el rocío sobre la luna del coche.
«Humanos derechos, erguidos, determinados y no desafiantes», escribió el padre un día, y le explicó al chaval de qué trataba toda aquella enorme batalla pacífica, aquel soportar lo insoportable sin romper una nariz. «Se trata de que siempre se sepa quiénes llevan las armas y quiénes llevamos la paz. No podemos hacer más». Ni menos. Aquel principio resumía quizás la clave de cómo un pueblo entero, amenazado, golpeado, asesinado, herido en su dignidad última, hecho saltar por los aires de manera literal, no respondía con la violencia. «Por cobardía», decía algún bobo desde la seguridad anónima de Madrid, a 460 kilómetros del Boulevard de Donosti y del féretro de Gregorio Ordóñez subiendo en una noche de lluvia las escaleras del Ayuntamiento de San Sebastián, zarandeado sobre una marea de gentes que gritaban ‘libertad’.
Lo hicieron por grandeza. La mayor victoria de las víctimas del terrorismo fue no tomarse la pistola por su mano. Su gesta titánica era luchar contra la bala con una legalidad implacable, incólume, determinada solamente por una convicción férrea de paz. Que no perdieran la cabeza en masa fue un milagro social. No nos volvamos locos ahora. No llenemos de tierra la firmeza racional y democrática de nuestros muertos. Que el asunto de la doctrina Parot, por mucho que duela, que duele, no es un perdón, ni un indulto. Es la ley, nada más. La misma ley que defendieron ellos con su vida.