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Entre todos

Yolanda Vallejo
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No se moleste en seguir leyendo si por algún momento ha pensado que malgastaría mi tiempo y el suyo en hablarle de esa nueva versión de Plácido –siente un pobre a su mesa, ¿recuerda?– con la que cada sobremesa, Televisión Española nos refriega por la cara lo mezquinos y despreciables que podemos llegar a ser ante la tragedia ajena. «No, yo no llamaba para este pobre sino para el anterior, pero como no me cogían el teléfono pues a este mismo le voy a dar cien euritos», dice la mayoría de los bienhechores telefónicos, como si Berlanga les hubiese escrito el guión –¿a usted qué le ha tocado, pobre de asilo o pobre de la calle?» preguntaba una de las protagonistas de la película–. Sí, ya sé que a usted le da tanta grima como a mí que Toñi Moreno tenga llamada y sé que nos produce la misma vergüenza el hecho de que una televisión estatal y pública se jacte en decir una y otra vez «de esta crisis vamos a salir entre todos», empleando el menos afortunado de los significados de la palabra caridad y repartiendo miseria entre la miseria de un país que recorta en sanidad, en educación, en vivienda…

No se moleste, no le iba a hablar de eso. Ni siquiera, fíjese, iba a hablarle del bochornoso espectáculo de la delegación española en Buenos Aires, quizá porque llegué a pensar de forma ingenua y totalmente manipulada –lo reconozco– que la celebración de unos Juegos Olímpicos en Madrid serviría tal vez para devolvernos parte de aquella ilusión que invertimos en las preferentes de este Gobierno. ¡Ay!, volvieron a darnos con la puerta en las narices, y aunque Alejandro Blanco, el presidente del COE, ese señor que dice que duerme tres horas y trabaja veintiuna, se justificara con «no sé lo que ha pasado», usted y yo sí que lo sabíamos. Ya no se puede ir por la vida como Paco Martínez Soria con el pollo asomando por el canasto y la boina calada. A lo mejor una boina le habría venido bien a Miss Botella para taparse esos pelos, aunque los observatorios de género hayan observado que no se debe criticar el aspecto físico de una mujer, ni se puede hablar inglés como Pepe Isbert. Ya, ya lo sé, soy pesada, pero es que la actualidad es muy berlanguera cuando medio mundo hace sus apaños en la lengua de la pérfida Albión. Dejando a un lado la ‘relaxing cup of café con leche’, que al fin y al cabo no es más que una anécdota en un discurso que fue mucho más gestual que verbal, la penosa imagen de una delegación entrada en años, despeinada, cutre y nerviosa es la imagen que de nuestro país tienen por Europa. Y ya lo sé, ningún presidente español hasta el momento se ha distinguido por su don de lenguas –a excepción, dicen, de Calvo Sotelo, al que yo nunca oí hablar ni en español ni en nada– , para Rajoy ‘it’s very difficult’, de Zapatero se decía que «no habla pero entiende inglés» que sirve para lo mismo que tener un tío en’Graná’, Aznar lo hablaba como los doblajes de las primeras series de televisión, y así nos va.

Somos los últimos de la cola. Tenemos la escuela 2.0, –ó 3.0, que no sé muy bien por qué número vamos–, métodos innovadores en matemáticas, una de las ‘vueltas al cole’ más caras del universo, programas de bilingüismo en Educación Secundaria y Bachillerato, gratuidad en los libros de texto, pizarras digitales –sin ordenadores, ya–, y nuestros hijos hablan idiomas con la misma fluidez que la alemana de la flauta, que es lo mismo que decir con la misma soltura que la alcaldesa de Madrid ‘is fun’. Entre todos, sí señor, entre todos estamos consiguiendo no ya que nuestros hijos vivan peor que nosotros, sino que estén menos preparados que las últimas generaciones de la EGB, que ya es decir. Porque eso sí, tenemos la peor educación de Europa, en todos los sentidos. Nuestros jóvenes obtienen pésimos resultados en comprensión, matemáticas y ciencias, según todos los informes que nos sitúan muy por debajo de nuestros vecinos. Son incapaces de expresarse en inglés y casi a duras penas entienden su lengua materna. Niños criados en un estado del bienestar que ya no existe, en un mundo seguro y supuestamente sólido que se ha derrumbado.

No se trata de buscar culpables. Entre todos la mataron y ella sola se murió, dice el refrán español y es cierto. Entre todos hemos sido verdugos, pero también víctimas de un sistema más preocupado por las formas que por el fondo, aprovechadores de afrecho y malgastadores de harina que diría mi abuela, y no somos todavía muy conscientes del peligro al que nos enfrentamos. Al día siguiente del bochornoso espectáculo de Buenos Aires, Alejandro Blanco, ese hombre al que nadie le ha dicho todavía que cantidad no siempre equivale a calidad y que trabajar veintiuna horas no garantiza un buen trabajo, hacía un análisis de lo ocurrido: «¿Qué más se puede mejorar? Nosotros más no podemos hacer». Ese es el problema, una miopía nacional que hace que no veamos más allá de nuestras narices. Porque preguntarse qué podemos mejorar después de ver la puesta en escena de Japón –cuyos jóvenes, por cierto, lideran las listas resultados en ciencias, letras e idiomas–, justificar la inoperancia con un «no encuentro explicación, debería haberlo captado pero no lo he hecho» como el de Juan Antonio Samaranch, nos lleva inevitablemente al punto de partida. A esta necedad que cada vez nos pesa más y que llevamos entre todos.